Radiguet,%20Raymond%20''Le%20diable%20au%20corps''-Xx-Fr-Sp

Radiguet’s L.Carriedo
depuis son retour, cherchait un
appartement pour nous à Paris. Ses yeux
se mouillèrent, quand je lui déclarai que
je désirais vivre à la campagne : « Je
n’aurais jamais osé te l’offrir, me ditelle.
Je croyais que tu t’ennuierais, seul
avec moi, que tu avais besoin de la ville.
– Comme tu me connais mal »,
répondais-je. J’aurais voulu habiter près
de Mandres, où nous étions allés nous
promener un jour, et où on cultive les
roses. Depuis, quand par hasard, ayant
dîné à Paris avec Marthe, nous
reprenions le dernier train, j’avais
respiré ces roses. Dans la cour de la gare,
les manoeuvres déchargent d’immenses
caisses qui embaument. J’avais, toute
mon enfance, entendu parler de ce
mystérieux train des roses qui passe à
une heure où les enfants dorment.
Marthe disait : « Les roses n’ont
qu’une saison. Après, ne crains-tu pas
de trouver Mandres laide ? N’est-il pas
sage de choisir un lieu moins beau, mais
d’un charme plus égal ? »
Je me reconnaissais bien là. L’envie
de jouir pendant deux mois des roses
me faisait oublier les dix autres mois,
et le fait de choisir Mandres
m’apportait encore une preuve de la
nature éphémère de notre amour.
Souvent, ne dînant pas à F... sous
prétexte de promenades ou d’invitations,
je restais avec Marthe.
Un après-midi, je trouvai auprès
d’elle un jeune homme en uniforme
d’aviateur. C’était son cousin. Marthe,
que je ne tutoyais pas, se leva et vint
m’embrasser dans le cou. Son cousin
sourit de ma gêne. « Devant Paul, rien
à craindre, mon chéri, dit-elle. Je lui
ai tout raconté. » J’étais gêné, mais
enchanté que Marthe eût avoué à son
cousin qu’elle m’aimait. Ce garçon,
charmant et superficiel, et qui ne
songeait qu’à ce que son uniforme ne
fût pas réglementaire, parut ravi de cet
amour. Il y voyait une bonne farce faite
à Jacques qu’il méprisait pour n’être
ni aviateur ni habitué des bars.
Paul évoquait toutes les parties
d’enfance dont ce jardin avait été le
théâtre. Je questionnais, avide de
cette conversation qui me montrait
Marthe sous un jour inattendu. En
même temps, je ressentais de la
tristesse. Car j’étais trop près de
l’enfance pour en oublier les jeux
inconnus des parents, soit que les
grandes personnes ne gardent aucune
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Desde su regreso, Marthe estaba buscando
un apartamento para nosotros dos en París.
Sus ojos se humedecieron cuando le hice
saber que quería vivir en el campo: «No
me hubiera atrevido nunca a proponértelo,
me dijo. Pensaba que te aburrirías a solas
conmigo, que necesitabas vivir en la
ciudad.» «¡Qué mal me conoces!», le
respondí. Me habría gustado vivir cerca de
Mandres, donde habíamos ido un día a
pasear y donde se cultivan rosas. Más tarde,
cuando, por casualidad, después de haber
cenado en París con Marthe, cogimos el
último tren, pudimos aspirar el aroma de
aquellas rosas. En el patio de la estación,
los peones descargaban inmensas cajas que
perfumaban el ambiente. Durante toda mi
infancia había oído hablar de aquel
misterioso tren de las rosas, que pasa
cuando los niños duermen.
Marthe me decía: «Las rosas sólo tienen
una temporada. ¿No temes que después
Mandres te parezca, feo? ¿No sería más
prudente elegir un lugar menos hermoso
pero de un encanto más regular?»
Así era yo. Las ganas de disfrutar
durante dos meses de las rosas me hacían
olvidar los diez meses restantes, y el hecho
de haber escogido Mandres me
proporcionaba una prueba más de la
naturaleza efímera de nuestro amor.
A menudo, con el pretexto de una
excursión o una fiesta, no cenaba en F...,
para quedarme junto a Marthe.
Una tarde la encontré sentada junto a
un joven con uniforme de aviador. Era su
primo. Marthe, al ver que yo no la tuteaba,
se levantó y me besó en el cuello. Su primo
sonrió ante mi apuro. «Delante de Paul no
hay nada que temer, querido, me dijo. Se lo
he contado todo.» Me sentía incómodo,
pero también encantado de que Marthe le
hubiese confesado a su primo que me
amaba. El muchacho, amable y superficial,
tan sólo preocupado de que su uniforme no
fuera el reglamentario, se mostró encantado
de nuestro amor. Lo veía como una
formidable broma que le gastábamos a
Jacques, al que despreciaba por no ser ni
aviador ni asiduo de los bares.
Paul evocaba todos los juegos de
infancia de los que aquel jardín había sido
teatro. Yo hacía preguntas, ávido de esa
conversación que me mostraba a Marthe
bajo un aspecto inesperado. Pero, al mismo
tiempo, sentía tristeza. Pues tenía mi
infancia demasiado reciente como para
haber olvidado esos juegos ignorados por
los padres, bien porque las personas
mayores no guardan ningún recuerdo de