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La Biografia, Juan Mancera

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sistema de distribución del Macintosh no había respondido adecuadamente al cambio de la demanda. Cuando acabaron,<br />

Markkula aseguró sin rodeos que no iba a apoyar a Jobs. «Yo dije que no iba a respaldar su plan, y esa era mi última<br />

palabra —recordaba—. Scul ey era el jefe. El os estaban enfadados y alterados y querían montar una revolución, pero no<br />

es así como se hacen las cosas».<br />

Mientras tanto, Scul ey también pasaba el día en busca de consejo. ¿Debía ceder a las peticiones de Jobs? Casi todas las<br />

personas a las que había consultado afirmaron que era una locura pensar siquiera en el o. Incluso el hecho de plantear<br />

esas preguntas ya lo hacía parecer vacilante y tristemente ansioso por recuperar el afecto de Jobs. «Tienes nuestro apoyo<br />

—le recordó uno de los directivos—, pero confiamos en que demuestres un liderazgo fuerte. No puedes dejar que Steve<br />

vuelva a un puesto con control operativo».<br />

Martes, 28 de mayo: envalentonado por sus partidarios y con su ira reavivada tras enterarse por Markkula de que Steve<br />

había pasado la noche anterior tratando de<br />

derrocarlo, Scul ey entró en el despacho de Jobs el martes por la mañana para enfrentarse a él. Dijo que ya había hablado<br />

con los miembros del consejo y que contaba con su apoyo. Quería que Jobs se fuera. Entonces condujo hasta la casa de<br />

Markkula, donde le mostró una presentación de sus planes de reorganización. Markkula planteó algunas preguntas muy<br />

concretas y al final le dio su bendición a Scul ey. Cuando este regresó a su despacho, l amó a los demás miembros del<br />

consejo para comprobar que seguía contando con su apoyo. Así era.<br />

En ese momento l amó a Jobs para asegurarse de que él lo había entendido. El consejo había dado su aprobación final a<br />

sus planes de reorganización, que iban a<br />

tener lugar esa semana. Gassée iba a hacerse con el control de su amado Macintosh y de otros productos, y no había<br />

ningún otro departamento para que Jobs lo dirigiera. Scul ey todavía trataba de mostrarse algo conciliador. Le dijo a Jobs<br />

que podía quedarse con el título de presidente del consejo y pensar en nuevos productos, pero sin responsabilidades<br />

operativas. Sin embargo, a esas alturas ya ni siquiera se consideraba la posibilidad de comenzar un proyecto como<br />

Apple<strong>La</strong>bs.<br />

Al final, Jobs acabó por aceptarlo. Se dio cuenta de que no había forma de recurrir la decisión, no había manera de<br />

distorsionar la realidad. Rompió a l orar y<br />

comenzó a realizar l amadas de teléfono: a Bil Campbel , a Jay El iot, a Mike Murray y otros. Joyce, la esposa de Murray,<br />

estaba manteniendo una conversación telefónica con el extranjero cuando l amó Jobs; la operadora la interrumpió y dijo<br />

que era una emergencia. Joyce respondió a la operadora que más valía que fuera importante. «Lo es», oyó decirle a Jobs.<br />

Cuando Murray se puso al aparato, Jobs estaba l orando. «Todo se ha acabado», dijo, y entonces colgó.<br />

A Murray le preocupaba que el abatimiento l evara a Jobs a cometer alguna locura, así que lo l amó por teléfono. Al no<br />

obtener respuesta, condujo hasta Woodside.<br />

Cuando l amó a la puerta nadie contestó, así que se dirigió a la parte trasera, subió algunos escalones exteriores y echó un<br />

vistazo a su habitación. Al í estaba Jobs, tumbado en un colchón de su cuarto sin amueblar. Jobs dejó pasar a Murray y<br />

estuvieron hablando casi hasta el amanecer.<br />

Miércoles, 29 de mayo: Jobs consiguió por fin la cinta de Patton y la vio el miércoles por la noche, pero Murray le previno<br />

para que no preparase otra batal a. En vez de eso, le pidió que fuera el viernes a escuchar el anuncio de Scul ey sobre el<br />

nuevo plan de reorganización. No le quedaba más remedio que actuar como un buen soldado en lugar de como un<br />

comandante rebelde.<br />

DEAMBULANDO POR EL MUNDO<br />

Jobs se sentó en silencio en la última fila del auditorio para ver cómo Scul ey les explicaba a las tropas el nuevo plan de<br />

batal a. Hubo muchas miradas de reojo, pero pocos lo saludaron y nadie se acercó para ofrecer una muestra pública de<br />

afecto. Se quedó mirando fijamente y sin pestañear a Scul ey, quien años después todavía recordaba «la mirada de<br />

desprecio de Steve». «Es implacable —comentó—, como unos rayos X que te penetran hasta los huesos, hasta el punto en<br />

el que te sientes desvalido, frágil y mortal». Durante un instante, mientras se encontraba en el escenario y fingía no darse<br />

cuenta de la presencia de Jobs, Scul ey recordó un agradable viaje que habían realizado un año antes a Cambridge, en<br />

Massachusetts, para visitar al héroe de Jobs, Edwin <strong>La</strong>nd. Aquel hombre había sido destronado de Polaroid, la empresa<br />

que creara años antes, y Jobs le había comentado a Scul ey con disgusto: «Todo lo que hizo fue perder unos cuantos<br />

cochinos mil ones y le arrebataron su propia compañía». Ahora, Scul ey pensó que era él quien le estaba arrebatando a<br />

Jobs su empresa.<br />

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