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Jobs había pedido a Hertzfeld y al resto del equipo que prepararan una presentación gráfica especial para entretener a Scul<br />
ey. «Es muy inteligente —les advirtió Jobs—. No os creeríais lo inteligente que es». <strong>La</strong> explicación de que Scul ey quizá<br />
comprara un montón de ordenadores Macintosh para Pepsi «me sonaba algo sospechosa», comentó Hertzfeld, pero él y<br />
Susan Kare crearon una animación de botel as y latas de Pepsi que surgían entre otras con el logotipo de Apple. Hertzfeld<br />
estaba tan entusiasmado que comenzó a agitar los brazos durante la presentación, pero no parecía que Scul ey estuviera<br />
impresionado. «Realizó algunas preguntas, pero no parecía tener demasiado interés», recordaba Hertzfeld. De hecho,<br />
nunca l egó a caerle del todo bien. «Era un enorme farsante, todo en él era pura pose — aseguró más tarde—. Fingía estar<br />
interesado en la tecnología, pero no lo estaba. Era un hombre entregado al marketing, y eso es a lo que se dedican los de<br />
su cuerda: a cobrar por fingir».<br />
<strong>La</strong> situación l egó a un punto crítico cuando Jobs visitó Nueva York en marzo y consiguió convertir aquel cortejo en un<br />
romance ciego y cegador por igual. «En<br />
serio, creo que eres el hombre adecuado —le dijo Jobs mientras paseaban por Central Park—. Quiero que vengas a<br />
trabajar conmigo. Puedo aprender muchas cosas de ti». Jobs, que en el pasado había mostrado una tendencia a buscar<br />
figuras paternas, sabía además cómo manejar el ego y las inseguridades de Scul ey. Aquel o dio resultado. «Estaba<br />
cautivado por él —señaló posteriormente Scul ey—. Steve era una de las personas más bril antes a las que había conocido.<br />
Compartía con él la pasión por las ideas».<br />
Scul ey, un amante del pasado artístico, desvió el paseo hacia el Museo Metropolitano con el fin de realizar una pequeña<br />
prueba y averiguar si Jobs estaba de verdad<br />
dispuesto a aprender de los demás. «Quería saber qué tal se le daba recibir formación sobre un tema del que no tuviera<br />
referencias», recordaba. Mientras deambulaban por las secciones de antigüedades griegas y romanas, Scul ey habló largo<br />
y tendido sobre la diferencia entre la escultura arcaica del siglo vi antes de Cristo y las esculturas de la época de Pericles,<br />
creadas cien años después. Jobs, a quien le encantaba enterarse de las curiosidades históricas nunca estudiadas en la<br />
universidad, pareció absorber toda aquel a información. «Me dio la sensación de que podía actuar de profesor con un<br />
estudiante bril ante —recordaba Scul ey. Una vez más, caía en la presunción de que ambos eran parecidos—. Veía en él el<br />
reflejo mismo de mi juventud. Yo también era impaciente, testarudo, arrogante e impetuoso. También a mí me bul ía la<br />
cabeza con un montón de ideas, a menudo hasta el punto de excluir todo lo demás. Yo tampoco toleraba a aquel os que no<br />
estaban a la altura de mis exigencias».<br />
Mientras proseguían su largo paseo, Scul ey le confió que en vacaciones iba a la margen izquierda del Sena con su<br />
cuaderno de dibujo para pintar. De no haberse<br />
convertido en un hombre de negocios, habría sido artista. Jobs le contestó que si no estuviera trabajando en el mundo de<br />
los ordenadores, podía imaginarse como poeta en París. Siguieron caminando por Broadway hasta l egar a la tienda de<br />
discos Colony Records, en la cal e 49, donde Jobs le enseñó a Scul ey la música que le gustaba, incluidos Bob Dylan, Joan<br />
Baez, El a Fitzgerald y los músicos de jazz que grababan con la discográfica Windham Hil . A continuación recorrieron a pie<br />
todo el camino de vuelta hasta los apartamentos San Remo, en la esquina de la avenida Central Park West y la cal e 74,<br />
donde Jobs estaba planeando comprar un ático de dos<br />
plantas en una de las torres.<br />
<strong>La</strong> consumación tuvo lugar en una de las terrazas, con Scul ey pegado a la pared porque le daban miedo las alturas.<br />
Primero hablaron del dinero. «Le dije que quería un sueldo anual de un mil ón de dólares, otro mil ón como bonificación de<br />
entrada y otro mil ón más como indemnización por despido si la cosa no funcionaba», relató Scul ey. Jobs aseguró que se<br />
podía hacer. «Aunque tenga que pagarlo de mi propio bolsil o —le dijo Jobs—. Tendremos que resolver esos problemas,<br />
porque eres la mejor persona que he conocido nunca. Sé que eres perfecto para Apple, y Apple se merece a los mejores».<br />
Añadió que nunca antes había trabajado para alguien a quien de verdad respetara, pero sabía que Scul ey era la persona<br />
de la que más podía aprender. Jobs se lo quedó mirando fijamente y sin parpadear. Scul ey se sorprendió al ver de cerca<br />
su espeso cabel o negro.<br />
Scul ey puso una última pega, sugiriendo que tal vez fuera mejor ser simplemente amigos. En ese caso él podría ofrecerle a<br />
Jobs su consejo desde fuera.<br />
Posteriormente, el propio Scul ey narró aquel momento de máxima intensidad: «Steve agachó la cabeza y se miró los pies.<br />
Tras una pausa pesada e incómoda, planteó una pregunta que me atormentó durante días: “¿Quieres pasarte el resto de tu<br />
vida vendiendo agua azucarada o quieres una oportunidad para cambiar el mundo?”».<br />
Scul ey se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. No tenía más remedio que acceder. «Tenía una<br />
sorprendente habilidad para conseguir<br />
siempre lo que quería, para evaluar a una persona y saber exactamente qué decir para l egar hasta el a —recordaba Scul<br />
ey—. Aquel a fue la primera vez en cuatro meses en que me di cuenta de que no podía negarme». El sol invernal estaba<br />
comenzando a ponerse. Abandonaron el apartamento y regresaron a través del parque hasta el Carlyle.<br />
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