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La tristeza voluptuosa de Pedro César Dominici Índice - Interlectores

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4 <strong>La</strong> <strong>tristeza</strong> <strong>voluptuosa</strong> <strong>de</strong> <strong>Pedro</strong> <strong>César</strong> <strong>Dominici</strong><br />

trotó por la Rue Auber, y perdióse poco apoco entre la multitud<br />

<strong>de</strong> carruajes que van y vienen, rondando como cuervos<br />

hambrientos los sitios populosos.<br />

No obstante haber entrado ya la primavera, esa tar<strong>de</strong>, un frío<br />

intenso se había apo<strong>de</strong>rado <strong>de</strong> París, y esa lluvia fina, persistente,<br />

que cae durante días enteros sin <strong>de</strong>jar ver un solo rayo <strong>de</strong> sol,<br />

convertía la Gran Ciudad en un pueblo lloroso y triste, con sus<br />

calles llenas <strong>de</strong> lodo y el fastidioso gotear <strong>de</strong> sus árboles. <strong>La</strong>s<br />

terrazas <strong>de</strong> los Cafés, en don<strong>de</strong> días anteriores no cabía la gente,<br />

estaban <strong>de</strong>siertas, y los garçones <strong>de</strong>l exterior agitaban<br />

nerviosamente las servilletas, contrariados <strong>de</strong> ver sus mesas<br />

solitarias mientras a<strong>de</strong>ntro los clientes charlaban indiferentes<br />

entre el ruido <strong>de</strong> los platos y el humo <strong>de</strong> los cigarros. Algunos<br />

pesados fiacres <strong>de</strong> invierno habían vuelto a aparecer, que los<br />

transeúntes miraban con cierta irritación acusándolos en silencio<br />

<strong>de</strong> prolongar el mal tiempo, y el cielo color <strong>de</strong> plomo, cubierto <strong>de</strong><br />

nubes tormentosas que se arrastraban pesadamente en el espacio<br />

como gran<strong>de</strong>s cuerpos macizos, no daba esperanzas <strong>de</strong> que el<br />

tiempo cambiase.<br />

Los ómnibus corrían más aprisa que nunca, repletos <strong>de</strong> pasajeros,<br />

mientras en los imperiales alguno que otro, por necesidad,<br />

soportaba la intemperie, hastiado <strong>de</strong> no encontrar sitio en el<br />

interior. Los agentes <strong>de</strong> Or<strong>de</strong>n público tenían que hacer mayores<br />

esfuerzos para ser obe<strong>de</strong>cidos y evitar la aglomeración <strong>de</strong> los<br />

vehículos, mientras los cocheros burlaban y se insultaban sin<br />

doble intención, más bien por costumbre que por cólera, y los<br />

caballos marchaban pacientes, trotando cada vez que se creían<br />

amenazados por el látigo, resbalando ca<strong>de</strong>nciosamente sobre el<br />

mojado pavimento.<br />

Ejemplar <strong>de</strong> cortesía gratis para lectura y uso personal<br />

Pero ante los ojos espantados <strong>de</strong>l joven forastero comenzaron a<br />

pasar, mientras el coche marchaba algo <strong>de</strong> prisa, algunos<br />

edificios <strong>de</strong> una majestad imponente, <strong>de</strong> una belleza sugestiva<br />

que él nunca había soñado, la gran Opera, el palacio <strong>de</strong>l Louvre,<br />

el Instituto; y su cabeza le daba vueltas, aturdido <strong>de</strong> mirar tanta<br />

gente, <strong>de</strong> oír tanto ruido. Después, no se atrevió a volver a ver<br />

por las ventanillas, y permaneció triste, pensativo, temeroso <strong>de</strong>l<br />

misterio, <strong>de</strong> todo lo que había <strong>de</strong> suce<strong>de</strong>rle en aquella ciudad que<br />

los viejos <strong>de</strong> su tierra <strong>de</strong>cían era para la juventud, más peligrosa<br />

que la guerra, más traidora que el mar. Y su alma meditaba en<br />

cosas lejanas, en cosas vagas y melancólicas, como con cierto<br />

presentimiento <strong>de</strong> extrañas transformaciones, <strong>de</strong> acontecimientos<br />

reveladores.<br />

El carruaje había llegado ya al barrio <strong>La</strong>tino y se <strong>de</strong>tenía en una<br />

<strong>de</strong> sus calles más solitarias. Atontado, sin po<strong>de</strong>r darse cuenta <strong>de</strong><br />

nada, el viajero entró en la casa, subió una larga escalera y tocó<br />

el timbre. Des<strong>de</strong> el día anterior lo esperaban. Don Fermín Doria,<br />

un rico comerciante <strong>de</strong> Sud América, hombre bonachón, que<br />

años atrás había pasado unos meses en la misma casa, había<br />

advertido al propietario.<br />

Una vieja criada, gorda y pequeña, <strong>de</strong> cara insinuante, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong><br />

hacerle mil cortesías, hízolo entrar a un cuarto, elegante y<br />

sencillo, pero que pareció al forastero <strong>de</strong> un lujo extremado como<br />

nunca había visto en los mejores hoteles <strong>de</strong> su pueblo. <strong>La</strong> criada<br />

<strong>de</strong>scendió para ayudar a montar el equipaje: un baúl algo<br />

averiado y un saco <strong>de</strong> noche que comenzaba a resentirse <strong>de</strong> las<br />

muchas travesías que había hecho; y el joven quedó solo,<br />

tratando <strong>de</strong> darse cuenta <strong>de</strong> su situación, sobrecogido <strong>de</strong> un<br />

temor inexplicable, y con ganas <strong>de</strong> regresar a su país. «Y pensar<br />

que tendré que quedarme aquí dos o tres años—se <strong>de</strong>cía.—Pero

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