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La tristeza voluptuosa de Pedro César Dominici Índice - Interlectores

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62 <strong>La</strong> <strong>tristeza</strong> <strong>voluptuosa</strong> <strong>de</strong> <strong>Pedro</strong> <strong>César</strong> <strong>Dominici</strong><br />

horas lo había terminado, y al entregárselo a su amiga, le dijo<br />

sonriendo con ironía: «Este es para ti; no te lo <strong>de</strong>jo como un<br />

recuerdo, sino como mi herencia; tal vez mañana cualquier<br />

usurero pueda darte por él cuatro mil francos.» Pero<br />

<strong>de</strong>sesperábase al contemplar su gran cuadro a medio terminar,<br />

que esperaba sobre el pesado caballete <strong>de</strong> rodajas <strong>de</strong> acero, aquel<br />

que él hubiera <strong>de</strong>seado presentar en el Salón, para ser <strong>de</strong>clarado<br />

hors <strong>de</strong> concours, y po<strong>de</strong>r ce<strong>de</strong>rlo con orgullo al Museo <strong>de</strong> su<br />

país, <strong>de</strong> su país que lo había abandonado a la miseria, y que en el<br />

fondo era culpable <strong>de</strong> su muerte.<br />

El cuadro representaba un incendio. Llamas rojas <strong>de</strong> bor<strong>de</strong>s<br />

azules <strong>de</strong>vorándolo todo, formando juegos <strong>de</strong> luz imaginados con<br />

una audacia increíble por el genio <strong>de</strong>l pintor. De un lado el fuego<br />

color <strong>de</strong> cereza <strong>de</strong>struía la ma<strong>de</strong>ra y los muebles, hasta terminar<br />

lamiendo como una inmensa lengua los muros <strong>de</strong> piedra maciza,<br />

que poníanse negros y sucios como las pare<strong>de</strong>s <strong>de</strong> un horno; <strong>de</strong>l<br />

otro lado todo estaba <strong>de</strong>vastado, y en el suelo yacían huesos y<br />

esqueletos que llevaban en los <strong>de</strong>dos y sobre el pecho sortijas y<br />

joyas ahumadas. Más allá el busto <strong>de</strong> un carbonizado estaba<br />

intacto, pero se adivinaba que al tocarlo se convertiría en cenizas;<br />

y por todas partes el fuego se asomaba entre las grietas como<br />

largas serpientes insaciables en solicitud <strong>de</strong> nuevas víctimas, y<br />

reflejando hacia el centro los tintes fúnebres <strong>de</strong> la <strong>de</strong>vastación, la<br />

soledad y el silencio. Cuántas veces fue sorprendido el pobre<br />

artista <strong>de</strong>solado, echado sobre el pavimento, contemplando <strong>de</strong>s<strong>de</strong><br />

el suelo su obra, con miradas <strong>de</strong> <strong>de</strong>sconsuelo, como un cervatillo<br />

que mirase el sol; y se veía raquítico, enfermo, sin fuerzas para<br />

sostener la paleta, con el cuerpo que se quejaba <strong>de</strong> fatiga. Y sin<br />

embargo, aquella obra que lo hacía aparecer tan pequeño, era<br />

fruto <strong>de</strong> su talento, engendrada por su genio, vivida en su cerebro<br />

muchos meses, como el hijo en las entrañas <strong>de</strong> la madre; y<br />

Ejemplar <strong>de</strong> cortesía gratis para lectura y uso personal<br />

creíase <strong>de</strong> repente con la fortaleza <strong>de</strong> un león, pretendiendo con<br />

su sola voluntad dominar las <strong>de</strong>bilida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> su organismo, su<br />

flaqueza física. A la cama se lo llevaban en peso, como un triste<br />

fardo, <strong>de</strong>lirante y bañado en un sudor muy frío y pegajoso.<br />

Así transcurrieron algunas semanas, entre crisis y <strong>de</strong>lirios. En el<br />

otoño, creyeron todos que sería cuestión <strong>de</strong> unos días, y la casa<br />

se llenó <strong>de</strong> compañeros, que lo velaron muchas noches, pero<br />

viendo que no se moría, comenzaron a fastidiarse y se hicieron<br />

más raros. Carlos y Luciana únicamente no lo abandonaron un<br />

solo instante. Ella, con miedo por Marcela, a quien veía muy<br />

<strong>de</strong>licada y cada vez nerviosa; él, por afecto hacia aquel pobre<br />

joven, que moría <strong>de</strong> miseria en un quinto piso, sin familia, en un<br />

suelo extranjero, olvidado por su patria, que mañana habría <strong>de</strong><br />

estar orgullosa <strong>de</strong> su nombre y <strong>de</strong> sus triunfos. El invierno<br />

comenzó con sus escarchas y sus lluvias, y aunque no era todavía<br />

muy riguroso, la nieve caía a veces y la humedad molestaba a<br />

todo el mundo. Des<strong>de</strong> dos días antes, el enfermo cayó en, una<br />

grave postración, y el médico aseguró que era ya el fin.<br />

En una noche su rostro había sufrido un cambio espantoso, los<br />

ojos se hundían en las órbitas, y la nariz larga y perfilada parecía<br />

hecha <strong>de</strong> cera. Esa mañana, al entrar el alba por los cristales <strong>de</strong>l<br />

taller, la estancia se inundó <strong>de</strong> una claridad <strong>de</strong> crepúsculo,<br />

sonrosada con tintes dorados, y el artista que hacía cuarenta<br />

horas que no hablaba, abrió repentinamente los ojos y dijo con<br />

voz muy baja: «¡Qué bella luz!»... Todos se acercaron<br />

angustiados al lecho, pero los párpados habían vuelto a caer<br />

sobre sus ojos, y sólo una hora <strong>de</strong>spués comenzó a mover los<br />

<strong>de</strong>dos, como si <strong>de</strong>seara asir algo con las manos, como si<br />

experimentase un ligero hormigueo en las extremida<strong>de</strong>s. En ese<br />

momento entró el médico, tomóle el pulso, lo auscultó, e hizo

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