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Boletin A.U.L.I. Nº 44-45 - Trapolandia

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94<br />

EL PENSAMIENTO DEL NIÑO<br />

Cuando los cuentistas escuchamos mencionar<br />

despectivamente que “Fulano vive del<br />

cuento…” de inmediato nos sentimos agredidos.<br />

Sí, los escritores debemos reconocer que<br />

vivimos del cuento; y también de la novela, de<br />

la poesía, del ensayo…<br />

Bueno, eso de “vivir” es una exageración,<br />

en realidad, las regalías por nuestros libros<br />

apenas resultan una ayuda extra. La mayoría<br />

necesitamos impartir cátedra o corregir estilo<br />

de escritos ajenos. Corregimos de todo: tesis,<br />

libros técnicos y científicos, y hasta biografías<br />

de quienes están convencidos de que su vida<br />

es interesantísima y cuentan con medios para<br />

publicar sus memorias.<br />

Pero regresemos al cuento. ¿Por qué un narrador<br />

escoge este género tan difícil, exponiéndose a<br />

que luego lo acusen de “vivir del cuento”?<br />

Hace algún tiempo, en el puerto de Veracruz,<br />

alguien me preguntó si aún continuaba<br />

escribiendo poesía. Fue durante el Encuentro<br />

de Escritores e Ilustradores para Niños y Jóvenes<br />

organizado por el Instituto Veracruzano de<br />

Cultura. A todos nos había correspondido hablar<br />

acerca del inicio de nuestra vocación.<br />

Se trataba de comunicar al público las<br />

razones que nos aventuraron a desarrollar este<br />

oficio. En mi turno, confesé que desde pequeña<br />

componía poemas; (tal vez me faltó decir que<br />

probablemente eran pésimos). Un señor, muy<br />

atento, quiso saber por qué razón actualmente<br />

escribo otros géneros en vez de crear poemas.<br />

O lo que es lo mismo: qué me motivó a dejar la<br />

poesía para comenzar a “vivir del cuento”.<br />

Contesté rápido y mal, porque en aquella<br />

mesa de tantas personas no quise acaparar más<br />

tiempo de lo debido en explicar las razones<br />

que me inclinaron hacia el género cuento. En<br />

estas páginas, le contesto a aquel interlocutor<br />

anónimo.<br />

VIVIR DEL CUENTO<br />

Elena Dreser (Argentina, residente en México)<br />

Efectivamente, “inventaba” poemitas<br />

cuando aún no sabía escribir. Y apenas aprendí<br />

a garabatear palabras sobre un papel, o sobre<br />

una pizarra o sobre la tierra del patio, comencé<br />

a escribirlos. Algunos años después, y por<br />

consejo del médico, me mandaron a pasar mis<br />

vacaciones a un campo de la Patagonia. Campo<br />

de veras: sin luz eléctrica, sin agua corriente...<br />

Le decían el 30, porque la tierra de los hermanos<br />

Quintana abarcaba todo ese kilómetro.<br />

No recuerdo si el sol, el aire fresco y el<br />

ejercicio me resultaron beneficiosos. Aunque<br />

sí ha permanecido intacto en mi memoria lo<br />

fundamental de esa experiencia en mi vocación<br />

literaria. Creo que mi pubertad y mi vocación de<br />

cuentista despuntaron al mismo tiempo.<br />

Aquella tierra agreste y arcillosa sólo servía<br />

para fabricar ladrillos. Durante el día, la actividad<br />

era recia en los hornos al aire libre: los<br />

mayores hablaban poco y trabajaban mucho.<br />

Pero apenas el sol se escondía, los hombres se<br />

dispersaban. Únicamente el fuego continuaba<br />

humeando con lentitud en el centro de cada<br />

montón de adobes apilados en forma piramidal.<br />

Me embelesaba el espectáculo de aquellas<br />

pirámides humeantes recortándose contra el<br />

fueguino atardecer de la Patagonia.<br />

Los niños de la casa principal debían dormir<br />

temprano. Mientras los mayores, reunidos a la<br />

luz de lámparas de queroseno, se entretenían<br />

con juegos de mesa. Yo, más que una invitada,<br />

me sentía una completa intrusa. Estaba fuera de<br />

lugar, no encajaba ni con los niños ni con los<br />

adultos. Pasaba las primeras horas de oscuridad<br />

deambulando en el piso alto sin saber qué<br />

hacer. Hasta que una noche, al asomarme por<br />

la ventana, alcancé a distinguir a lo lejos una<br />

hermosa fogata.<br />

Tomé una manta oscura, y me la eché sobre<br />

los hombros con el fin de abrigarme de la intemperie<br />

y de cubrir mi camisón blanco. Bajé

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