Boletin A.U.L.I. Nº 44-45 - Trapolandia
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en silencio, y me escabullí junto al comedor<br />
donde los adultos jugaban lotería. Nadie me<br />
vio salir, ni atravesar el patio ni encaminarme<br />
hacia el rumbo de los adobes. Tampoco nadie<br />
me vio acercarme a la hoguera.<br />
Alrededor del fuego, había como quince peones<br />
sentados en cuclillas. Era un círculo perfecto.<br />
Detrás de ellos, formando otro círculo, estaba el<br />
resto de los trabajadores con sus mujeres. En la<br />
última rueda, ya algo dispersos, se encontraban<br />
algunos chicos como de mi edad.<br />
Todos estaban callados. Sólo se escuchaba<br />
una voz en el silencio de aquella noche sin<br />
luna. Era la voz grave y potente del narrador.<br />
En aquel momento, terminaba de contar. Dejó<br />
flotando cierta atmósfera de temor y regocijo.<br />
Le pasaron la botella de grapa, quizás como un<br />
premio a su elocuencia.<br />
Volvió el silencio cuando otro de los<br />
hombres de aquel círculo mágico acomodó su<br />
poncho y carraspeó dos o tres veces. Entonces<br />
comenzó a narrar. El cuento era de “aparecidos”<br />
y “luces malas” que brillaban de noche en campo<br />
abierto únicamente poblado por huesos de<br />
animales. Lo contaba en primera persona, era<br />
imposible saber si se trataba de un cuento o de<br />
una anécdota.<br />
Los géneros se confundían, y a nadie le<br />
importaba. En aquel momento, el narrador disponía<br />
de licencia para mentir. Además, era tan<br />
hábil con la palabra, que los allí presentes casi<br />
lográbamos escuchar el galope de su caballo, y<br />
hasta sentíamos su temor al atravesar la Pampa<br />
en la soledad de la noche.<br />
Uno tras otro, aquellos hombres rudos con<br />
poca o ninguna escolaridad desplegaban sus<br />
dotes de cuentacuentos. La noche fue inolvidable.<br />
Al final, notaron mi presencia, pero a nadie<br />
le importó: yo no era su responsabilidad. Por<br />
lo cual, continué impunemente escapándome<br />
cada noche con el fin de asistir a las veladas<br />
junto al fogón.<br />
Así fue como le tomé gusto a la estructura<br />
del cuento. Descubrí que este género tiene sus<br />
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propias leyes secretas. También entendí algunas<br />
reglas elementales que muchos años después<br />
estudié, y ya pude definir con nombre y apellido.<br />
Pero en aquel tiempo de infancia, mis observaciones<br />
se traducían en ocurrencias.<br />
Cierta vez, observando un helecho y preguntándome<br />
si aquellas varas eran ramas o<br />
eran hojas, olvidé la botánica y deduje que así<br />
se comportaba el cuento: como la rama de un<br />
helecho. Su guía funciona como columna vertebral;<br />
las pequeñas hojas parecen libres, pero<br />
están sujetas a esa varilla conductora. Cada hoja<br />
sólo puede crecer con longitud determinada, sin<br />
separarse nunca de su guía.<br />
El cuento también debe ser fiel a su hilo<br />
conductor, no permite cabos sueltos, el enfoque<br />
es uno, aunque se pueble de muchas hojitas. En<br />
aquella época no lo tenía tan claro, no obstante,<br />
me encantaba juguetear con las ideas. Cuando<br />
veía a algún perro tratando de mordisquearse<br />
la cola, pensaba que así eran algunos cuentos;<br />
que después de sus andanzas, trataban de recuperar<br />
su principio. Final y comienzo a veces se<br />
alcanzaban. Mucho más tarde, supe que a esa<br />
característica se le nombra: redondez.<br />
En aquel privilegiado círculo nocturno,<br />
donde únicamente se atrevían a sentarse los<br />
narradores reconocidos por su gente, escuché<br />
cuentos deliciosos y espeluznantes, sin cabos<br />
sueltos, y perfectamente redondos como lo era<br />
aquella rueda alrededor del fogón. Ya nunca<br />
más pude desprenderme del embrujo de aquellas<br />
noches ni de aquellas historias.<br />
Sí, abandoné casi por completo la poesía. La<br />
cambié por el género literario que, al menos de<br />
viva voz, es el más viejo de la humanidad: aquel<br />
que cuenta. Ya se trate de duendes, fantasmas,<br />
príncipes, gauchos o ciencia ficción; el cuento<br />
es el que cuenta. Escribirlo y contarlo resulta<br />
una de las mayores satisfacciones para el autor;<br />
tanto, que hasta vale la pena asumir el riesgo de<br />
ser acusado de “vivir del cuento”.