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C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s<br />
P a u l d e K r u i f<br />
CAPITULO XI<br />
WALTER REED<br />
EN INTERÉS <strong>DE</strong> LA CIENCIA Y POR LA HUMANIDAD<br />
I<br />
Con la fiebre amarilla fue distinto, no hubo disputas.<br />
Todo el mundo está de acuerdo en que Walter Reed, jefe de la Comisión para el<br />
estudio de la fiebre amarilla, era un hombre cortés e intachable, indulgente y lógico;<br />
no cabe la menor duda de que tuvo que arriesgar vidas humanas, sencillamente<br />
porque los animales no contraen esta enfermedad.<br />
También es cierto que el ex leñador James Carroll estuvo dispuesto a arriesgar su<br />
vida para comprobar la teoría de Reed, que tampoco se perdía en sentimentalismos<br />
cuando se trataba de arriesgar la vida de otros para comprobar una afirmación suya<br />
que podía ser no trascendental.<br />
Todos los cubanos que fueron testigos oculares de los hechos, están de acuerdo<br />
en afirmar que los soldados norteamericanos que se ofrecieron voluntariamente como<br />
conejillos de Indias para los experimentos, demostraron un valor poco común. Todos<br />
los norteamericanos que también se encontraban en Cuba en aquella época, están<br />
seguros que los inmigrantes españoles que se prestaron como conejillos de Indias<br />
para las pruebas, no fueron valientes, sino ambiciosos, pues ¿acaso no recibieron<br />
doscientos dólares cada uno en pago a sus esfuerzos?<br />
Podríamos declarar que la suerte fue demasiado cruel con Jesse Lazear, pero él<br />
tuvo la culpa. ¿Por qué no se sacudió del dorso de la mano aquel mosquito, en lugar<br />
de dejarlo que se inflara de sangre? Además, el destino ha sido benévolo con su<br />
memoria: en su honor, el gobierno de Estados Unidos ha dado el nombre de Lazear a<br />
una de las baterías de la bahía de Baltimore, y con su viuda ha sido más que generoso<br />
¡pues le concedió una pensión anual de mil quinientos dólares! Así pues, en la historia<br />
de la fiebre amarilla no hay discusiones; por eso es agradable contarla. Pero aparte de<br />
esto, es absolutamente necesario divulgarla, porque constituye la reivindicación de<br />
Pasteur, que por fin podrá decir al mundo desde su tumba: «Ya lo había dicho yo»;<br />
pues resulta, que en 1926 apenas si queda en el mundo veneno de la fiebre amarilla<br />
suficiente para cubrir la punta de seis alfileres, y dentro de pocos años no quedará<br />
sobre la tierra la menor traza de virus; se habrá extinguido tan completamente como<br />
los dinosaurios, a no ser que a Reed se le haya escapado algún detalle en los<br />
admirables y espeluznantes experimentos que llevó a cabo con los inmigrantes<br />
españoles y los soldados norteamericanos.<br />
La extinción de la fiebre amarilla fue obra de la gran lucha conjunta sostenida por<br />
una camarilla extraña. La inició un viejo muy singular, adornado con amplias patillas,<br />
el doctor Carlos Finlay, quien hizo una conjetura estupendamente acertada, a pesar<br />
de que como experimentador era un chambón, y de que todos los cubanos y médicos<br />
eminentes le tenían por un teórico chiflado.<br />
Lo cierto es que todo el mundo sabía exactamente cómo combatir la fiebre<br />
amarilla, aquella plaga terrorífica, pero todos y cada uno diferían en el método. Unos<br />
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