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CAZADORES DE MICROBIOS

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C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s<br />

P a u l d e K r u i f<br />

Cualquier otro que no hubiera sido Koch, habría tirado aquellos tubos causantes<br />

de tanta desilusión.<br />

Koch no tiró los tubos, y al aproximarse a la estufa en la mañana del día<br />

quinceavo, encontró cubierta de pequeñas motas brillantes la superficie aterciopelada<br />

de la gelatina de suero. Con mano temblorosa cogió la pulpa, y al examinar un tubo<br />

tras otro, encontró en todos ellos las mismas motitas brillantes que se resolvían en<br />

pequeñas escamas secas. Aturdido, arrancó el tapón de algodón de uno de los tubos,<br />

flameó mecánicamente la boca en la llama de un mechero Bunsen, y con un alambre<br />

de platino extrajo una de aquellas colonias escamosas que debían ser microbios, y sin<br />

saber cómo ni cuándo, se encontró sentado ante el microscopio.<br />

Entonces se dio cuenta de que en el árido camino de su aventura había llegado a<br />

un lugar grato y acogedor: allí estaban en miríadas incontables los mismos bacilos, los<br />

bastoncitos retorcidos que había descubierto en un principio en los pulmones del<br />

obrero víctima de la tuberculosis. Estaban inmóviles, pero vivos seguramente, y en<br />

trance de multiplicarse, eran delicados y remilgosos en cuanto a alimentación, y de<br />

poco tamaño, pero más salvajes que las hordas de hunos y más mortíferos que diez<br />

mil nidos de serpientes de cascabel.<br />

Koch confirmó este primer éxito en meses de intensa labor experimental,<br />

comprobándolo todo con una paciencia y un detalle que causan estupor, si se<br />

considera su incesante meticulosidad y prudencia, según se desprende al leer el<br />

número de experimentos multiplicados al infinito que figuran en su Memoria clásica<br />

sobre la tuberculosis. Koch obtuvo en los tubos inclinados con gelatina de suero,<br />

cuarenta y tres familias diferentes de los bastoncitos mortíferos, a partir de monos,<br />

bueyes y conejillos de Indias tuberculosos.<br />

Y sólo podía obtenerlos partiendo de animales atacados o a punto de morir de<br />

tuberculosis. Durante meses enteros cuidó de aquellos diminutos asesinos,<br />

trasplantándolos de un tubo a otro, cuidando con exquisita vigilancia de que no<br />

hubiera otro microbio extraño.<br />

Se hizo traer al laboratorio tortugas, golondrinas, cinco sapos y tres anguilas,<br />

para inyectarles sus preciados microbios. Poseído de esta fiebre, completó Koch estos<br />

fantásticos ensayos inoculando también una carpa dorada.<br />

Pasaron los días, transcurrieron semanas, y cada vez que entraba Koch por la<br />

mañana al laboratorio, iba derecho a las jaulas y tarros que encerraban a los<br />

trascendentales animales. La carpa seguía abriendo y cerrando la boca y nadando<br />

plácidamente en la esférica pecera; los sapos croaban despreocupadamente y las<br />

anguilas conservaban toda su viveza escurridiza; la tortuga sacaba la cabeza del<br />

caparazón de vez en cuando. Pero, así como las inyecciones no produjeron daño<br />

alguno a estos animales, que en su estado natural no contraen la tuberculosis, los<br />

conejillos de Indias, en cambio, comenzaron a declinar, a tumbarse lastimosamente y<br />

a respirar con dificultad. Uno a uno fueron muriendo, con los cuerpos convertidos en<br />

un semillero de tubérculos.<br />

VI<br />

El 24 de marzo de 1882, la Sociedad de Fisiología de Berlín celebró sesión en una<br />

pequeña sala que resplandecía por la presencia de los hombres de ciencia más<br />

brillantes de toda Alemania. Estaban presentes Paul Ehrlich y el eminente profesor<br />

Rodolfo Virchow. el que poco antes se había mostrado despreciativo con Koch, y casi<br />

todos los famosos patólogos alemanes. Robert Koch, relató la historia lisa y llana de<br />

cómo había logrado encontrar el asesino invisible de una entre cada siete personas<br />

que morían. Dijo cómo los médicos podían aprender ya las costumbres al bacilo de la<br />

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