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C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s<br />
P a u l d e K r u i f<br />
acceso, de modo invisible, a la médula espinal y al cerebro. Tal era la substancia<br />
asesina que Pasteur y sus gentes recogían con la punta de las espátulas, aspiraban en<br />
pipetas de cristal hasta dos centímetros de los labios, de los que quedaba separada<br />
tan sólo por una pequeña y sutil mota de algodón.<br />
Un día, que fue sensacional, llegaron a los oídos de estos hombres que se<br />
debatían en las tinieblas, los primeros acordes de la dulce música del estímulo: uno de<br />
los perros inoculados con la substancia procedente del cerebro virulento de un conejo,<br />
dejó de ladrar, de temblar, y milagrosamente se puso bien por completo. Pocas<br />
semanas más tarde, inyectaron en el cerebro a este mismo animal, el primero que<br />
había sobrevivido a los efectos del virus fatal, una dosis de minúsculos asesinos. La<br />
pequeña herida de la cabeza sanó rápidamente; Pasteur vigilaba con la mayor<br />
ansiedad la aparición de los primeros síntomas fatales, pero no se presentaron, y<br />
durante meses enteros el perro siguió viviendo, juguetón, en su jaula. ¡Estaba<br />
inmunizado por completo.<br />
—Ahora sabemos que existe una probabilidad. Cuando un animal ha estado<br />
rabioso y sana, no vuelve a recaer. Ahora nos queda encontrar el modo de atenuar el<br />
virus— dijo Pasteur a sus acólitos, quienes asintieron, aunque estaban perfectamente<br />
seguros de que no existía manera de poder atenuar el virus.<br />
Por fin, dieron con un procedimiento para atenuar el virus feroz de la hidrofobia,<br />
poniendo a secar durante catorce días, en un matraz especial a prueba de microbios,<br />
un pequeño fragmento de médula espinal de un conejo muerto de rabia; inyectaron<br />
después este fragmento de tejido nervioso arrugado, en el cerebro de perros sanos, y<br />
estos no murieron.<br />
—El virus está muerto o, mejor dicho aún, está muy atenuado —dijo Pasteur,<br />
llegando de repente a esta última conclusión sin razón ni fundamento aparentes—<br />
Ahora vamos a poner a secar otros fragmentos de la misma substancia virulenta,<br />
durante doce, diez, ocho, seis días, y veremos entonces si podemos contagiar a los<br />
perros nada más que un poco de hidrofobia ... ¡después de esto deben quedar<br />
inmunizados.<br />
Un mes más tarde, Pasteur y sus ayudantes supieron que, al cabo de tres años de<br />
labor, tenían entre las manos la victoria sobre la hidrofobia, porque, así como los dos<br />
perros vacunados saltaban y olfateaban en sus jaulas sin dar señales de anormalidad<br />
alguna, los otros que no habían recibido las catorce dosis preventivas de cerebro<br />
desecado de conejo, lanzaban los postreros aullidos y morían rabiosos.<br />
De todo el mundo empezaron a llover cartas y telegramas de médicos, de pobres<br />
madres y padres que esperaban aterrados la muerte de sus hijos mutilados por perros<br />
rabiosos: mensajes frenéticos rogando a Pasteur el envío de vacuna para ser utilizada<br />
en seres humanos amenazados. Hasta el majestuoso emperador de Brasil se dignó a<br />
escribir a Pasteur rogándole...<br />
Ya podemos figurarnos cuan preocupado estaba Pasteur: no se trataba ahora del<br />
carbunco, donde si la vacuna era más fuerte, sólo una pizca más fuerte, morían unas<br />
cuantas ovejas; ahora, una equivocación suponía la vida de niños. Jamás ha habido<br />
cazador de microbios enfrentado con un enigma más enojoso. Pasteur reflexionaba:<br />
«Ni uno solo de mis perros ha muerto a consecuencia de la vacuna. Todos los<br />
mordidos han quedado perfectamente protegidos. Tiene que suceder lo mismo con las<br />
personas, tiene, pero ...»<br />
Hubo un momento en que resurgió en Pasteur el actor, el hombre de los bellos<br />
gestos teatrales: «Me siento muy inclinado a empezar conmigo mismo, a inocularme<br />
la rabia y tener después las consecuencias, porque empiezo a tener mucha confianza<br />
en los resultados», escribía a su amigo Jules Vercel.<br />
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