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C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s<br />
P a u l d e K r u i f<br />
alguna, por pequeña que sea, podrá filtrarse a su través». Y uno a uno, calentó a la<br />
llama los cuellos de las relucientes redomas hasta que, fundiéndose, quedaron<br />
perfectamente cerradas; dejó caer algunas cuando se calentaron demasiado, se<br />
chamuscó la piel de los dedos, soltó unos cuantos garabatos y preparó nuevas<br />
redomas para substituir a las rotas. Una vez que las tuvo sellada y dispuestas,<br />
murmuró:<br />
—Ahora les hace falta un buen calentón.<br />
Y durante horas, que se le hicieron interminables, cuidó de las redomas, que<br />
danzaban y se entrechocaban en los calderos de agua hirviendo. Hirvió una serie de<br />
redomas durante unos cuantos minutos solamente y mantuvo otra a la temperatura<br />
de la ebullición por espacio de una hora entera. Sacó de las calderas las redomas que<br />
contenían el caldo hirviente y las puso a un lado, a esperar que pasaran unos días,<br />
llenos de ansiedad, para ver si en ellas aparecía cualquier clase de animalillos. Pero<br />
hizo, además, otra cosa muy sencilla que olvidaba ya contar: preparó una serie<br />
duplicada de caldos en redomas tapadas con corchos, no selladas a fuego, y después<br />
de hervirlas durante una hora, las puso al lado de las anteriores.<br />
Dedicó los días que siguieron a múltiples cosas que no eran suficientes para<br />
consumir su infatigable actividad: escribió cartas al célebre naturalista suizo Bonnet<br />
dándole cuenta de sus experimentos, jugó a la pelota, salió de caza y de pesca y dio<br />
conferencias acerca de temas científicos. Un buen día desapareció dando lugar a que<br />
sus discípulos, sus colegas y las damas se preguntaran: «¿Dónde está el abate<br />
Spallanzani? Había vuelto a sus series de redomas llenas de caldos de semillas.<br />
III<br />
El examen minucioso de las gotas de caldo procedentes de las redomas que<br />
habían sido hervidas durante una hora tuvo su recompensa... nada. Ávidamente se<br />
dirigió a las que sólo habían hervido unos minutos y rompiendo los cuellos, como<br />
había hecho con las otras, examinó su contenido.<br />
—¿Qué es esto? — exclamó.<br />
Aquí y allá, en el grisáceo campo visual del lente, descubrió alguno que otro<br />
animáculo juguetón; no eran microbios grandes como otros que había visto, pero de<br />
todas maneras eran seres vivientes.<br />
—Parecen pececillos diminutos como hormigas— murmuró, y de repente cayó en<br />
cuenta de algo muy importante—,. Estas redomas estaban cerradas a fuego, nada ha<br />
podido penetrar en ellas procedente del exterior y, sin embargo, hay en ellas<br />
animalillos que han podido resistir la temperatura del agua hirviente.<br />
Con mano nerviosa se dirigió a las redomas que había tapado con corchos, como<br />
había hecho Needham, su enemigo, y sacando éstos, extrajo cor* pequeños tubos<br />
unas cuantas gotas del líquido. Cada una de las redomas que habían sido tapadas con<br />
corchos, no cerradas a fuego, estaba llena de animalillos; hasta las mismas redomas<br />
encorchadas que habían sido hervidas durante una hora «eran como lagos donde<br />
nadasen peces de todas clases, desde ballenas hasta carpas», lo que hizo exclamar a<br />
Spallanzani:<br />
—Esto significa que los animalillos que hay en el aire lograron colarse en las<br />
redomas de Needham, además, he descubierto un nuevo hecho de gran importancia:<br />
que los seres vivientes pueden soportar la temperatura del agua hirviendo y seguir<br />
vivos; para matarlos hay que mantenerlos a esta temperatura durante una hora.<br />
Fue un día grande para Spallanzani, y aunque él mismo no se diese cuenta de<br />
ello, fue también un gran día para el mundo había demostrado que era errónea la<br />
teoría de Needham de la generación espontánea de los animalillos, de la misma<br />
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