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CAZADORES DE MICROBIOS

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C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s<br />

P a u l d e K r u i f<br />

Pero Roberto Koch estaba inquieto; como se suele decir: iba tirando. La pasaba<br />

de un pueblo aburrido a otro aún menos interesante, hasta que por fin llegó a<br />

Wollstein, en la Prusia Oriental, donde Frau Koch, para festejar el vigésimoctavo<br />

cumpleaños de su marido, le regaló un microscopio para que se distrajera.<br />

Podemos imaginarnos a aquella buena mujer diciendo:<br />

—Quizá con esto se distraiga Roberto de lo que llama su estúpido trabajo. Tal vez<br />

le proporcione alguna satisfacción, ya que siempre está mirándolo todo con esa vieja<br />

lupa que tiene.<br />

¡Pobre mujer! Este microscopio nuevo, este juguete, llevó a su marido a<br />

aventuras mucho más curiosas que las que hubiera podido correr en Tahití o en<br />

Lahore; lances extraños, soñados por Pasteur, pero que hasta entonces nadie había<br />

experimentado y que se originaron en los cadáveres de ovejas y vacas. Estos nuevos<br />

paisajes, estas maravillosas aventuras lo asaltaron del modo más increíble en la<br />

misma puerta de su casa, en su propia sala de consulta, que tanto le aburría y que ya<br />

empezaba a detestar.<br />

—Odio todo este engaño al que en resumidas cuentas se reduce el ejercicio de la<br />

Medicina, y no porque no quiera salvar a los niños de las garras de la difteria, sino<br />

porque, cuando las madres acuden a mí, rogándome que salve a sus hijos, ¿qué<br />

puedo hacer yo? Tropezar, andar a tientas, darles esperanzas, cuando sé que no las<br />

hay. ¿Cómo puedo curar la difteria, si desconozco su causa? ¿Si el doctor más sabio<br />

de toda Alemania tampoco la conoce?<br />

Estas eran las amargas reflexiones que Koch expresaba a su mujer, quien se<br />

sentía molesta y desorientada, pues pensaba que lo único que a un médico joven le<br />

incumbía era poner en práctica el caudal de conocimiento adquiridos en la Facultad.<br />

¡Qué hombre aquel! ¡Nunca estaba satisfecho!<br />

Pero Koch tenía razón, pues, en realidad, ¿qué es lo que sabían los médicos sobre<br />

las misteriosas causas de las enfermedades? A pesar de su brillantez, los<br />

experimentos de Pasteur nada probaban acerca del origen y la causa de los<br />

padecimientos de la Humanidad. Había abierto brecha, es cierto; era un precursor que<br />

profetizara grandes victorias sobre las enfermedades, y había perorado sobre<br />

magníficas maneras de eliminar las epidemias de la faz de la tierra. Pero, entre tanto,<br />

los mújiks de las desoladas estepas rusas seguían combatiendo las plagas como sus<br />

antepasados; enganchando cuatro viudas a un arado para labrar un surco alrededor<br />

del pueblo en la oscuridad de la noche; y los médicos no conocían otro medio de<br />

protección más eficaz.<br />

Tal vez Frau Koch trató de consolar a su marido diciéndole: —Pero Roberto, los<br />

profesores y las eminencias de Berlín forzosamente tienen que saber la causa de estas<br />

enfermedades que tú no sabes detener.<br />

Hay que repetir, no obstante, que en 1873 los médicos más eminentes no<br />

ofrecían mejor explicación del origen de las enfermedades que la que pudieran dar los<br />

ignorantes rusos que enganchaban a las viudas del pueblo en los arados. Cuando<br />

Pasteur predicó en París que no pasaría mucho tiempo sin que se descubriera que los<br />

microbios eran los asesinos de los tuberculosos, todo el cuerpo médico de París,<br />

capitaneado por el distinguido doctor Pidoux, se levantó contra este profeta<br />

descabellado.<br />

—¡Qué! —rugió Pidoux—. ¿La tuberculosis causada por un germen, por un germen<br />

específico? ¡Qué necedad! ¡Qué idea más funesta! ¡La tuberculosis es una enfermedad<br />

múltiple: su término es la destrucción neocrobiótica e infecciosa del tejido plasmático<br />

de los órganos, proceso que tiene lugar por vías diferentes, que los higienistas y<br />

médicos deben tratar de obstruir.<br />

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