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C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s<br />
P a u l d e K r u i f<br />
¡Aquel día es el día del destino de Paul Ehrlich, los tripanosomas desaparecieron<br />
de la sangre de aquel ratón!<br />
Se evaporaron ante el disparo de la bala mágica: creció hasta el último de ellos.<br />
¿Y el ratón? Abre los ojos, mete el hocico entre las virutas del fondo de la jaula y<br />
olfatea el cuerpo de su desgraciado camarada muerto, el que no ha recibido inyección<br />
del colorante.<br />
Es el primer ratón que se salva del ataque de los tripanosomas: lo ha salvado Paul<br />
Ehrlich, gracias a su persistencia, a la casualidad; a Dios y a un colorante llamado rojo<br />
tripan, cuyo nombre científico ocuparía una línea de esta página (Acido dianino<br />
neftalín-disulfórico).<br />
Shiga, con tenacidad desesperante, siguió inyectando rojo tripan a los ratones:<br />
unos mejoraron, otros, empeoraron; uno cualquiera de ellos curado al parecer<br />
correteaba por la jaula, y una buena mañana, a los sesenta días, presentaba un<br />
aspecto raro, Shiga le cortaba hábilmente la punta de la cola y llamaba a Paul Ehrlich<br />
para que viera la sangre, pletórica de tripanosomas culebreantes del mal de las<br />
caderas. Los tripanosomas eran unos bichos terribles, astutos y resistentes como lo<br />
son todos los microbios viles, pero entre éstos los hay superresistentes, como los<br />
tripanosomas, que atacados a la vez por un judío y un japonés, armados de un<br />
colorante vistoso, se relamen de gusto o se retiran discretamente a un lugar recóndito<br />
del ratón, en espera del momento oportuno para multiplicarse a placer.<br />
Paul Ehrlich pagó con miles de desengaños su primer ejército parcial; el<br />
tripanosoma de la nagana, descubierto por David Bruce, y el tripanosoma de la del<br />
sueño, mortal para los hombres, se reían del rojo tripan, rehusando en absoluto<br />
dejarse influenciar por este producto. Además, lo que iba tan bien con los ratones era<br />
un fracaso completo en cuanto lo aplicaron a los conejillos de Indias. Era una labor<br />
agotadora, que sólo podía ser realizada por un hombre dotado de una paciencia tan<br />
persistente como Paul Ehrlich.<br />
A todo esto, el laboratorio iba ampliándose; las buenas gentes de Francfort<br />
consideraban a Paul Ehrlich como un sabio, que entendía de todos los misterios, que<br />
sondeaba todos los enigmas de la Naturaleza, que lo olvidaba todo. Se decía que<br />
«herr Professor Doktor» Ehrlich tenía que escribirse a si mismo tarjetas postales con<br />
varios días de anticipación para acordarse de los santos y cumpleaños de las personas<br />
de su familia.<br />
Las personas pudientes le reverenciaban, y en 1906 tuvo un golpe de suerte: la<br />
señora Franziska Speyer, viuda de un rico banquero Georg Speyer, le dio una crecida<br />
suma de dinero para edificar la Fundación Georg Speyer y para comprar aparatos de<br />
vidrio, ratones y químicos experimentados capaces de producir en un abrir y cerrar de<br />
ojos las materias colorantes más complicadas, de fabricar hasta los mismos productos<br />
fantásticos que Ehrlich inventaba sobre papel.<br />
V<br />
Durante los dos días que siguieron, todo el personal, japoneses y alemanes, sin<br />
contar unos cuantos judíos, hombres, ratas y ratones, miss Marquardt y miss Leupold,<br />
sin olvidar a Kadereir, se afanaron en aquel laboratorio, que más parecía una forja<br />
subterránea de gnomos y duendes. Ensayaron esto y lo de más allá con seiscientos<br />
seis compuestos diferentes de arsénico, que tal fue el número exacto de ellos.<br />
Tan grande era la autoridad que tenía el duende mayor sobre sus esclavos, que<br />
nunca se pararon éstos a pensar en lo absurdo y lo imposible de la tarea que estaban<br />
realizando, y que era ésta: transformar el arsénico, de arma favorita de los asesinos,<br />
en medicina que nadie tenía la seguridad de que existiese para curar una enfermedad<br />
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