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CAZADORES DE MICROBIOS

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C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s<br />

P a u l d e K r u i f<br />

¡Con cuánto placer los contempló de nuevo! Pero se sentía molesto y fastidiado<br />

porque no podía distinguir las cabezas ni las colas de aquellos animalillos, que<br />

culebreaban hacia delante y hacia atrás, sin girar, con la misma rapidez. ¡Pero debían<br />

de tener cabezas y colas así como hígado, cerebro y vasos sanguíneos! Con la mente<br />

volvió a su labor de cuarenta años atrás, cuando bajo sus potentes lentes descubrió<br />

que las pulgas y los acaras del queso, tan toscos y sencillos a simple vista, poseían un<br />

sistema tan complicado y perfecto como el humano. Pero, a pesar de sus intentos con<br />

sus mejores microscopios, aquellos animalillos aparecían siempre como simples<br />

cordones o en forma de esferas o espirales. En vista de esto, se contentó con calcular;<br />

para comunicarlo a la Real Sociedad, cuál sería el diámetro de los invisibles vasos<br />

sanguíneos de los microbios. Claro que ni por asomo se le ocurrió dar a entender que<br />

los había visto; únicamente le divertía asombrar a aquellos caballeros con sus<br />

elucubraciones acerca de la increíble pequenez de los microbios.<br />

Si bien Antonio Leeuwenhoek careció de imaginación para deducir que aquellos<br />

«despreciables bichejos» podrían ser la causa de las enfermedades en el hombre,<br />

consiguió demostrar que aquellos seres microscópicos eran capaces de devorar y<br />

matar a seres mucho más grandes que ellos mismos. También solía examinar los<br />

mejillones y cangrejos que sacaba de los canales de Delft. Encontró millones de<br />

embriones en el interior de sus madres e intentó desarrollarlos fuera del cuerpo<br />

materno, en una vasija con agua del canal. «Me pregunto, —se decía—, cómo es que<br />

los canales no están atestados de mejillones, vista la cantidad tan enorme que las<br />

hembras llevan en su interior». Día tras día estuvo hurgando en la vasija de agua que<br />

contenía la masa viscosa de embriones, observándolos con sus lentes para ver si<br />

crecían, ¿pero qué era lo que sucedía allí? Con asombro vio desaparecer el contenido<br />

de las conchas, devorado por millones de microbios que atacaban vorazmente a los<br />

mejillones...<br />

«La vida se alimenta de la vida; es cruel, pero es la voluntad Divina —reflexionó—<br />

. Para nuestro bien indudablemente, porque si estos animalillos no existieran tos<br />

canales estarían atestados de mejillones, dado que cada madre lleva a en su interior<br />

más de un millar de hijos».<br />

Como vemos, Antonio Leeuwenhoek aceptaba y alababa todo como buen hijo de<br />

su tiempo. En aquel siglo, los investigadores no llegaron aún, como más tarde lo hizo<br />

Pasteur, a desafiar a Dios y a protestar ante la inexorable crueldad de la Naturaleza<br />

para con la Humanidad, para con sus hijos...<br />

Pasó Leeuwenhoek de los ochenta años y los dientes se le aflojaron, como tenía<br />

que sucederle incluso a un organismo tan fuerte como el suyo. No se quejó de la<br />

inevitable llegada del invierno de su vida. Se arrancó un diente para examinarlo con<br />

sus lentes, observando los animalillos que encontró en la raíz hueca. ¿Por qué no<br />

estudiarlos una vez más? Quizá descubriría algún nuevo detalle que inadvertidamente<br />

se le hubiera pasado antes. Al llegar a los ochenta y cinco años, sus amigos le<br />

recomendaron que abandonara sus estudios, para descansar. Frunció el ceño y<br />

abriendo sus ojos, aún vivaces, replicó:<br />

Los frutos que maduran en otoño son los más duraderos.<br />

¡A los ochenta y cinco años se consideraba en el otoño de su vida!<br />

Leeuwenhoek era todo un espectáculo: le complacían las exclamaciones de<br />

admiración de aquéllos que se asomaban a su mundo microscópico o de los que<br />

recibían sus deshilvanadas y maravillosas cartas, ¡pero tenían que ser filósofos y<br />

amantes de la ciencia! En cambio, no le gustaba enseñar. «Jamás he enseñado a<br />

nadie —escribió al famoso filósofo Leibnitz—, porque de enseñar a alguien, tendría<br />

que hacerlo con otros. Me impondría a mí mismo una esclavitud, y lo que deseo es<br />

seguir siendo un hombre libre».<br />

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