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C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s<br />
P a u l d e K r u i f<br />
distinguidas facultades de Medicina de Breslau, Estrasburgo. Friburgo y Leipzig<br />
opinaban que no era un estudiante común y corriente; todos coincidían en que era un<br />
pésimo estudiante, con lo que querían decir que Ehrlich se rehusaba a memorizar las<br />
diez mil complicadas palabras que se supone son imprescindibles para curar<br />
enfermos. Era un revolucionario. Formaba parte del movimiento dirigido por Luis<br />
Pasteaur, el químico, y Roberto Koch, el médico rural. Los profesores le ordenaban a<br />
Ehrlich que disecase cadáveres, para aprender las diferentes partes del cuerpo; pero<br />
en vez de hacerlo, cortaba una parte del cadáver en rebanadas muy delgadas, y se<br />
dedicaba a teñirlas con una asombrosa variedad de preciosos colores de anilina que<br />
compraba, pedía prestado o hasta robaba bajo las mismas barbas del profesor. No<br />
tenía la menor idea de por qué le gustaba hacer esto, aunque no cabe la menor duda<br />
de que hasta el final de sus días la mayor alegría de este hombre, aparte de las<br />
discusiones científicas disparatadas que sostenía en las cervecerías, era contemplar y<br />
fabricar colores brillantes.<br />
¿Que es lo que ésta haciendo, Pablo Ehrlich?— le preguntó Waldeyer, uno de los<br />
profesores.<br />
—Señor profesor estoy ensayando con diferentes colorantes.<br />
Odiaba la enseñanza clásica y se clasificaba a sí mismo de modernista, mas<br />
dominaba el latín, que utilizaba para acuñar sus gritos de combate, dado que prefería<br />
los lemas y las consignas a la lógica.<br />
¡Corpora non agunt nisi fixata!, solía exclamar, dando puñetazos sobre la mesa,<br />
haciendo bailar los platos. ¡Los cuerpos actúan sólo cuando han sido fijados!— frase<br />
que lo alentó durante treinta años de constantes fracasos—. ¡Ve usted! ¡Comprende<br />
usted! ¡Sabe usted!, — acostumbraba decir blandiendo sus anteojos de cuernos ante<br />
su interlocutor. De tomarlo en serio se podría llegar a creer que fue aquella jerigonza<br />
latina y no su cerebro de investigador lo que le condujo al triunfo (en lo que no deja<br />
de haber algo de verdad).<br />
Pablo Ehrlich era diez años menor que Roberto Koch; se encontraba en el<br />
laboratorio de Cohnheim el día que Koch hizo su primera demostración con el microbio<br />
del carbunco; era ateo, de ahí que necesitara un dios humano, y ese dios fue Roberto<br />
Koch. Tiñendo un hígado enfermo, Ehrlich, antes que Koch, había visto un microbio de<br />
la tuberculosis; más en su ignorancia, y sin la clara inteligencia de Koch, supuso que<br />
los bastoncitos coloreados eran cristales. Pero todo se le iluminó aquella tarde de<br />
marzo de 1882 cuando escuchó las pruebas dadas por Koch de haber descubierto la<br />
causa de la tuberculosis.<br />
—Fue el momento más emocionante de mi carrera científica— decía Ehrlich<br />
mucho después.<br />
Así, que fue a ver a Koch. ¡También él tenía que dedicarse a la caza de microbios!<br />
Ehrlich le enseñó a Koch un procedimiento ingenioso para teñir el microbio de la<br />
tuberculosis, procedimiento que con ligeras variantes, se sigue usando actualmente.<br />
Poseía una vocación decidida para cazador de microbios. Con su entusiasmo, terminó<br />
contagiándose de tuberculosis y tuvo que marcharse a Egipto.<br />
II<br />
Ehrlich contaba entonces treinta y cuatro años, y de haber muerto en Egipto, con<br />
toda seguridad habría caído en el olvido a se hubiera hablado de él como de un<br />
visionario alegre y amante de los colorantes, pero fracasado. Tenía la energía de un<br />
dínamo; estaba seguro de poder visitar enfermos y cazar microbios, todo al mismo<br />
tiempo. Fue director de una hermosa clínica de Berlín, pero era sumamente nervioso y<br />
se sentía agitado con los lamentos de los enfermos que no podía aliviar, y con la<br />
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