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C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s<br />
P a u l d e K r u i f<br />
CAPITULO V<br />
PASTEUR Y EL PERRO RABIOSO<br />
I<br />
No hay que pensar, ni por asomo, que Pasteur consintió que la conmoción creada<br />
por las pruebas sensacionales presentadas por Koch obscurecieran su fama y su<br />
nombre. Es seguro que cualquier otro, menos sabueso para olfatear microbios, menos<br />
poeta y menos diestro para mantener el asombro de las gentes, habría sido relegado<br />
al más completo olvido. Pero, Pasteur, no.<br />
Fue en la década de 1870 cuando Koch arrobó a los médicos alemanes con su<br />
hermoso descubrimiento de las esporas del carbunco. Pasteur, siendo sólo un<br />
químico, se atrevió a echar a un lado con un gruñido y un encogimiento de hombros,<br />
la experiencia milenaria de los médicos en el estudio de las enfermedades.<br />
Por esa época, las maternidades de París eran unos verdaderos focos de infección<br />
a pesar de que Semmelweis, el austriaco, había demostrado que la fiebre puerperal<br />
era contagiosa. De cada diecinueve mujeres que ingresaba a un hospital llenas de<br />
esperanza, irremediablemente moría una, dejando huérfano a su hijito. Uno de estos<br />
hospitales, en donde habían muerto diez madres, una tras otra, era llamada la Casa<br />
del Crimen. Las mujeres ya ni siquiera se aventuraban a ponerse en manos de los<br />
médicos más caros; empezaban a boicotear los hospitales, y muchas de ellas no se<br />
atrevían ya a correr el terrible riesgo que representaba la maternidad. Los mismos<br />
médicos, aunque acostumbrados a presenciar, compasivos pero impotentes, el<br />
fallecimiento de sus clientes, se escandalizaban ante la presencia de la muerte en<br />
cada alumbramiento.<br />
Un día, un famoso médico pronunciaba ante la Academia de Medicina de París una<br />
extensa perorata, salpicada de largas palabras griegas y elegantes latinajos, sobre la<br />
causa de la fiebre puerperal, que desconocía por completo, cuando en una de sus<br />
doctas y majestuosas frases fue interrumpido por una voz, que desde el fondo de la<br />
sala rugió:<br />
—¡Nada de lo que usted dice mata a las mujeres de fiebre puerperal! ¡Son<br />
ustedes, los médicos, los que transmiten a las mujeres sanas, los microbios de las<br />
enfermas!<br />
Era Pasteur quien hablaba, levantado de su asiento, con los ojos chispeantes de<br />
cólera.<br />
—Tal vez tenga usted razón, pero mucho me temo que no encuentre usted jamás<br />
ese microbio...<br />
Y el orador intentó proseguir su discurso; pero ya Pasteur avanzaba por el pasillo<br />
central arrastrando su pierna izquierda, semiparalizada. Tomó un trozo de tiza y gritó<br />
al indignado orador y a la escandalizada Academia:<br />
—¡Conque no podré encontrar el microbio!, ¿en? ¡Pues resulta que ya lo encontré!<br />
tiene esta forma:<br />
Y Pasteur dibujó en el pizarrón una cadena de pequeños círculos.<br />
La reunión se disolvió en medio de la mayor confusión.<br />
Pasteur tenía entonces cincuenta y tantos años, pero seguía siendo tan impetuoso<br />
y tan apasionado como a los veinticinco. Fue químico experto en la fermentación del<br />
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