C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s P a u l d e K r u i f 68
C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s P a u l d e K r u i f CAPITULO VII ELIAS METCHNIKOFF LOS SOLÍCITOS FAGOCITOS I La caza de microbios siempre ha sido un asunto irregular y extravagante. El primer hombre que vio los microbios fue un conserje sin instrucción adecuada. Un químico los puso en el mapa, y consiguió que la gente les tuviera miedo; un médico rural, transformó la cacería de microbios en algo que pretendía ya ser una ciencia. Un francés y un alemán sacrificaron montones de conejos y conejillos de Indias, para proteger la vida de los niños contra el veneno segregado por uno de los microbios más mortíferos. La caza de microbios ha sido una serie de estupideces asombrosas, de intuiciones hermosas, de paradojas insensatas; pero si ésta es su historia, lo mismo puede decirse de la historia de la ciencia de la inmunidad —aún en pañales— porque Metchnikoff, el investigador exaltado que en cierto modo puede ser considerado como su fundador, no fue un investigador científico cuerdo, sino más bien uno de esos personajes histéricos que aparecen en las novelas de Dostoiewski. Elías Metchnikoff, fue un judío nacido, en el sur de Rusia en 1845, quien antes de cumplir los veinte años se dijo: «Tengo cabeza, capacidad y talento natural. Mi ambición es llegar a ser un investigador notable». Estando en la Universidad de Jarkov, le pidió a uno de sus profesores el microscopio, aparato poco común en aquel entonces, y después de hacer algunas observaciones, más o menos claras, este ambicioso joven se dedicó a escribir prolijos trabajos científicos, mucho antes de tener idea de lo que era la ciencia. Se ausentó de sus clases durante meses enteros, no para divertirse y leer novelas, sino para enfrascarse en la lectura de doctos volúmenes sobre «Los Cristales de los Cuerpos Proteicos» y apasionarse con folletos revolucionarios que, de haber sido descubiertos por la policía, le habrían valido la deportación a las minas de Siberia. Pasó en vela noches enteras, bebiendo enormes cantidades de té mientras predicaba el ateísmo a sus camaradas (los antepasados de los actuales bolcheviques), quienes le pusieron el apodo de «Dios no existe». Un poco antes del final de curso, se aprendía precipitadamente las lecciones descuidadas durante los meses anteriores, y gracias a su prodigiosa memoria, que más que cerebro humano parecía una fantástica grabadora, podía escribirle a su familia que había obtenido primer lugar y ganado una medalla de oro. Metchnikoff siempre buscaba su propia superación. Antes de haber cumplido los veinte años, enviaba trabajos a las revistas científicas, trabajos que escribía impetuosamente poco después de examinar, bajo el microscopio, cualquier sabandija o escarabajo. Al observar al día siguiente el mismo bicho, se encontraba con que aquello de que había estado tan seguro el día anterior había cambiado, y apresuradamente enviaba una carta al editor de la revista: «Le agradeceré no publique el manuscrito que ayer le envíe, pues he caído en la cuenta de que estaba en un error». Otras veces se ponía furioso porque los editores rechazaban sus exaltados descubrimientos. 69