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CAZADORES DE MICROBIOS

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C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s<br />

P a u l d e K r u i f<br />

durante años enteros había tenido que recurrir a la morfina para poder conciliar el<br />

sueño por las noches. Una inyección de 606, y aquella misma noche había dormido<br />

tranquila, sosegada, sin necesidad de morfina. Milagroso; ni hierba ni droga de brujas,<br />

sacerdotes y hechiceros de cualquier época había obrado milagros como éste. Ningún<br />

suero ni vacuna de los bacteriólogos modernos se había aproximado a la matanza<br />

benéfica causada por la bala mágica, por el compuesto numero seiscientos seis.<br />

Jamás se escucharon ovaciones semejantes ni tan bien ganadas, porque Paul<br />

Ehrlich aquel día había revelado un mundo nuevo a los ojos de los investigadores, y<br />

olvidemos por un momento las esperanzas falsas a que dio lugar y los disgustos que<br />

siguieron.<br />

El mundo entero clamaba por Salvarsán, que así fue como Ehrlich, y<br />

perdonémosle su grandilocuencia, bautizó al compuesto seiscientos seis. Después,<br />

Bertheim, y diez ayudantes, agotados ya por el trabajo antes de dar comienzo a la<br />

nueva tarea, fabricaron en el laboratorio de la Fundación Georg Speyer cientos de<br />

miles de dosis del maravilloso producto. En aquel pequeño laboratorio llevaron a cabo<br />

una labor propia de una fábrica de productos químicos, entre peligrosos vapores de<br />

éter, con el temor de que el menor descuido privase de la vida a cientos de mujeres y<br />

hombres, porque aquel Salvarsán era arma de dos filos. ¿Y qué era de Ehrlich? Pues,<br />

minado por la diabetes, ya no era más que la sombra de un hombre.<br />

A medida que la lista de pacientes fue creciendo iban figurando casos de curas<br />

extraordinarias; pero también había otros no tan agradables de leer, que hablaban de<br />

hipos y de vómitos, de piernas rígidas, de convulsiones y de muertes; de vez en<br />

cuando constaba la muerte de una persona que no tenía por qué haber muerto<br />

inmediatamente después de haber recibido la inyección de Salvarsán.<br />

¡Y qué de esfuerzos no hizo para buscar la explicación! Hizo experimentos;<br />

sostuvo copiosa correspondencia preguntando detalles minuciosos de cómo había sido<br />

puesta la inyección; inventaba explicaciones sobre los márgenes de los naipes que le<br />

servían para hacer solitarios por las noches, sobre las cubiertas de las novelas<br />

policíacas, que constituían su única lectura para descansar, según se imaginaba. ¡Pero<br />

no logró descansar! Aquellos desastres le perseguían y amargaban su triunfo.<br />

Aquel compuesto número seiscientos seis, que salvaba de la muerte a millares de<br />

personas; que las libraba de la locura y de un ostracismo peor aun que la muerte a<br />

que estaban condenadas, y cuyos cuerpos eran roídos por los espiroquetes pálidos<br />

hasta convertirlos en seres repugnantes, aquel seiscientos seis empezó a hacer<br />

víctimas por docenas.<br />

El cuerpo ya debilitado de Ehrlich se convirtió en una sombra, tratando de buscar<br />

la explicación de aquel misterio demasiado profundo para ser explicado; aun hoy<br />

mismo, que han pasado diez años después del momento en que Paul Ehrlich fumó su<br />

último cigarro, sigue sin ser dilucidado. Así, pues, el triunfo de Ehrlich fue al mismo<br />

tiempo la última refutación de sus teorías, tan a menudo equivocadas. «El compuesto<br />

seiscientos seis se combina químicamente con el cuerpo humano, y, portante, no<br />

puede causar daño alguno». Esta había sido su teoría...<br />

Recordémosle como un explorador que descubrió un nuevo mundo para los<br />

cazadores de microbios y les enseñó a fabricar balas mágicas.<br />

Esta sencilla historia no seria completa de no hacer una confesión y es ésta: me<br />

apasionan los cazadores de microbios, desde Antonio Leeuwenhoek hasta Paul Ehrlich,<br />

y no especialmente por los descubrimientos que hicieron, ni por los beneficios que<br />

reportaron a la Humanidad, no; me entusiasman por la clase de hombres que son, y<br />

digo que son, porque en mi memoria vive cada uno de ellos y seguirá viviendo hasta<br />

que mi cerebro deje de recordar.<br />

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