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CAZADORES DE MICROBIOS

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C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s<br />

P a u l d e K r u i f<br />

decían: hay que fumigar las sedas, telas y objetos pertenecientes a las gentes, antes<br />

de que abandonen las ciudades infectadas de fiebre amarilla; otros opinaban: eso no<br />

basta, hay que quemarlas, enterrarlas, destruirlas por completo, antes de que puedan<br />

entrar en las ciudades donde no haya fiebre amarilla. También había quien<br />

recomendaba no estrechar la mano a los amigos cuyas familias estaban atacadas de<br />

fiebre amarilla, y, más allá, alguien sostenía que al hacerlo no se corría ningún riesgo;<br />

era preferible quemar las casas donde se hubieran dado casos de fiebre amarilla: no,<br />

bastaba fumigarlas con vapores sulfurosos. Pero en este mar de opiniones, tanto en<br />

América del Norte, como en la del Centro y en la del Sur, todos estaban de acuerdo,<br />

desde hacía más de dos siglos, en un punto: cuando los habitantes de una ciudad<br />

empiezan a ponerse amarillos, a docenas, a cientos, y a tener hipo y vómitos negros,<br />

lo único que cabe hacer es abandonar apresuradamente la ciudad, porque el asesino<br />

amarillo tiene el poder de atravesar los muros, de deslizarse por el suelo, de aparecer<br />

repentinamente tras las esquinas, y hasta de cruzar el fuego; puede morir y resucitar<br />

de los mismos muertos.<br />

Después de que todo el mundo, incluso los mejores médicos habían luchado<br />

contra este asesino, con los métodos más contradictorios imaginables, la fiebre<br />

amarilla seguía matando, hasta que de pronto se hastiaba de matar. En América del<br />

Norte esto siempre ocurría con las primeras heladas de otoño.<br />

Hasta ahí llegaban los conocimientos científicos de la fiebre amarilla, en 1900.<br />

Pero de entre las grandes patillas del doctor Finlay, en La Habana, salía su voz que<br />

clamaba en un desierto de desprecio: « ¡Se equivocan! ¡La causa de la fiebre amarilla<br />

es un mosquito!»<br />

II<br />

El estado de cosas en San Cristóbal de La Habana andaba muy mal en 1900. La<br />

fiebre amarilla causaba más víctimas entre los soldados norteamericanos que en las<br />

balas de los españoles. No se trataba de una enfermedad que, como la mayoría,<br />

mostrase preferencia por las gentes pobres y sucias, pues más de la tercera parte de<br />

los oficiales del Estado Mayor del general Leonard Wood había muerto, y como todos<br />

los militares saben, los oficiales de Estado Mayor son los más higiénicos de todos los<br />

oficiales, además de ser los mejor cuidados. Las órdenes del general Wood habían<br />

sido terminantes: La Habana fue objeto de una limpieza a fondo; y los cubanos sucios<br />

y felices se convirtieron en cubanos limpios y desgraciados. «No quedó piedra sin<br />

remover», pero todo en vano. ¡Había más fiebre amarilla en La Habana que en los<br />

últimos veinte años!<br />

La Habana cablegrafió a Washington, y el 25 de junio de 1900 llegaba a Cuba, a<br />

Quemados, el comandante Walter Reed, con órdenes de «prestar especial atención a<br />

los asuntos relacionados con la causa y prevención de la fiebre amarilla». Era una<br />

orden abrumadora, y si consideramos quién era Walter Reed, diremos que era una<br />

orden extralimitada. ¡El mismo Pasteur se había ocupado ya de esta cuestión! Es<br />

verdad que Walter Reed tenía cierta capacidad, pero no era lo que se llama un<br />

cazador de microbios. Era, sí, un excelente soldado; durante más de catorce años<br />

sirvió en las llanuras del Oeste y en las montañas; fue un ángel valeroso volando en<br />

medio de las tempestades de nieve para acudir a la cabecera de los enfermos; se<br />

había apartado de los peligros de vaciar botellas de cerveza en compañía de los<br />

oficiales, y resistido las seducciones de las noches de jolgorio dedicadas al póquer. Era<br />

moralmente fuerte y apacible, pero se necesitaba ser un genio para sacar de su<br />

guarida al microbio de la fiebre amarilla; y, además, ¿en realidad hay genio apacibles?<br />

Por otra parte, la orden recibida exigía una moral íntegra, y como además Walter<br />

Reed, desde 1891, se había ocupado en algo de bacteriología, llegando a efectuar<br />

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