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CAZADORES DE MICROBIOS

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C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s<br />

P a u l d e K r u i f<br />

Afortunadamente, la contristada madame Meister, de Maissengott, en Alsacia,<br />

arrancó la terrible decisión de las inseguras manos de Pasteur. Esta mujer llegó<br />

llorando al laboratorio, conduciendo de la mano a su hijo José, de nueve años, al que,<br />

dos días antes, un pero rabioso había mordido en catorce sitios diferentes de su<br />

cuerpo, el niño se encontraba en un estado lamentable, un puro quejido, casi no podía<br />

andar.<br />

—Salve usted a mi hijo, M. Pasteur— rogaba insistentemente aquella madre.<br />

Pasteur le dijo que volviera aquella misma tarde a las cinco, y entretanto fue a<br />

ver a dos médicos, Vulpian y Grancher. grandes admiradores suyos, que habían<br />

estado en el laboratorio y sido testigos del modo perfecto cómo Pasteur podía<br />

preservar de la rabia a los perros gravemente mordidos. Por la tarde fueron al<br />

laboratorio para examinar al niño mordido, y al ver Vulpian las sangrientas<br />

desgarraduras, instó a Pasteur a que diera principio a la inoculación:<br />

—Empiece usted —dijo Vulpian—. Si no hace usted algo, es casi seguro que el<br />

niño muera.<br />

Y en aquella tarde del 6 de julio de 1885, fue hecha a un ser humano la primera<br />

inyección de microbios atenuados, de hidrofobia: después, día tras día, el niño Meister<br />

soportó sin tropiezo las restantes inyecciones, meras picaduras de la aguja<br />

hipodérmica.<br />

Y el muchacho regresó a Alsacia y jamás presentó el menor síntoma de la<br />

espantosa enfermedad.<br />

Pasteur perdió el miedo después de esta prueba; fue algo así como el caso del<br />

primer perro inoculado por Roux, años antes, contra las órdenes del maestro. Pues lo<br />

mismo sucedió con las personas; una vez que el pequeño Meister salió indemne de la<br />

prueba, Pasteur dijo al mundo que estaba dispuesto a defender de la hidrofobia a<br />

todos sus habitantes, el único caso de Meister había disipado por completo sus<br />

temores y sus dudas.<br />

Un mundo de gentes mordidas, torturadas, empezó a desfilar por el laboratorio de<br />

la rué d'Ulm; hubo que suspender todo trabajo de investigación en aquellas series de<br />

habitaciones pequeñas y abarrotadas, mientras Pasteur, Roux y Chamberland iban<br />

clasificando muchedumbres políglotas de mutilados que en una veintena de lenguas<br />

diferentes suplicaban:<br />

—¡Pasteur, sálvanos!<br />

De todo el mundo, con esa explosión de generosidad sólo engendrada por las<br />

grandes calamidades, empezó a afluir dinero en sumas que alcanzaron millones de<br />

francos, para contribuirá la construcción de un laboratorio donde pudiera Pasteur<br />

disponer de todo el material necesario para seguir la pista a otros microbios<br />

mortíferos, para inventar armas contra ellos. El laboratorio fue construido, pero la<br />

labor de Pasteur ya había terminado; el triunfo fue demasiado fuerte para él; fue, una<br />

especie de gatillo que puso en libertad la tensión que durante cuarenta años de<br />

incesante investigación como no se había conocido hasta la fecha. Murió en 1895, en<br />

una modesta casa próxima a las perreras donde conservaba los perros rabiosos; en<br />

Villenueve l'Etang, en las afueras de París. Su fin fue el de un católico ferviente, el de<br />

un místico, tal como lo había sido toda su vida: un crucifijo en la mano y con la otra<br />

estrechaba la de madame Pasteur, su colaborador más paciente, más oscuro, más<br />

importante. En torno del lecho se agrupaban Roux, Chamberland y otros<br />

investigadores a los que había inspirado; hombres que habrían arriesgado la vida<br />

ejecutando fantásticas correrías contra la muerte, y que, de ser posible, hubieran<br />

dado sus vidas ahora, para salvar la del maestro.<br />

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