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La vida desnuda

rosa_montero

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horas», dice una voz con plácido e impersonal<br />

tono, «los tres últimos vagones no tienen<br />

calefacción», continúa la voz con la misma<br />

placidez. Un murmullo de pasmo se eleva del<br />

andén: los viajeros se miran los unos a los otros<br />

con ojos vidriosos, desolados. No obstante, siguen<br />

todos esperando con docilidad ejemplar,<br />

permitiéndose tan sólo algún morigerado pateo de<br />

calentamiento. Y el electrotrén no llega. <strong>La</strong><br />

estación es barrida por los vientos, de modo que,<br />

cuando los vagones hacen al fin su entrada, a eso<br />

de las tres de la tarde, la masa viajera se encuentra<br />

una pizca amoratada. A ti, ¡oh cielos!, te ha tocado<br />

uno de los coches sin calefacción: te acurrucas en<br />

el compartimento helado y, como las otras<br />

doscientas cincuenta personas en tu misma<br />

situación, te dedicas a tiritar con admirable<br />

mansedumbre. El tren arranca. El campo está<br />

completamente nevado y la máquina avanza a<br />

velocidades microscópicas. Los viajeros se soplan<br />

la punta de los dedos con un aliento que es todo<br />

vapor e intentan limpiarse, con pudorosa<br />

discreción, los arroyos nasales de moquillo.

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