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EL HÚSAR NEGRO

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pedestal del Emperador Iturbide, se le acercó im mer\digo<br />

en cuyo rostro descubrió dos horrores fimdamentales:<br />

el hecho de no conocerlo, -él que por prosapia sabía cómo<br />

se habían forjado hasta los más miserables linajes-, y la<br />

ceguera de sus ojos que brillaban en la oscuridad tenue de<br />

la tarde con la misma malevolencia que los ojos crueles<br />

de las palomas. Creyó ver en esos ojos blancos, rojizos<br />

por el ocaso, la púrpura de ferocidad que cubre a las palomas,<br />

cuando vmo las mira bien, picoteando moronas<br />

vorazmente. Pese a la proximidad de su viaje, a la gallardía<br />

que había tratado de imitar de Laurent de Graff,<br />

no pudo evitar mirar con odio los ojos ciegos del mendigo,<br />

negándole la limosna y hasta el protocolario "Vaya usted<br />

con Dios", que suelen aconsejar los manuales de<br />

urbanidad. Esa tarde, frente al busto del Emperador sacrificado,<br />

Diego Blanco firmaba sin saberlo su ominosa<br />

sentencia.<br />

La estancia en Veracruz, el embarcarse en el velero<br />

fudith, el recordar con iroma su propósito de ser el anónimo<br />

pasajero dos equis pasaron raudos, como si nada<br />

pudiera fijarse en su memoria sino el anhelado arribo a<br />

Pitiguao que algimos geógrafos, -mal informados-, confunden<br />

con la isla haitiana de Anse a Galets. Pese a su<br />

disposición de ánimo, que lo hacía refugiarse en su camarote<br />

para releer sobre el galante Laurent de Graff, el conde<br />

o Lorencillo, escuchó varias veces en la noche con<br />

turbación el eco de voces rudas, semejantes en su ronquera<br />

atávica a los nativos de Yanga, en donde se cruzaban<br />

con palabras de creóle, que no alcanzó a comprender,<br />

una especie de salmodia africana proverúente de misterios<br />

frente a los que su madre solía santiguarse.<br />

Otras noches, vio aparecer la imagen de doña Jimena<br />

Blanco en el mismo momento en que el gallo negro cantó<br />

agónico, antes de que lo terminara de degollar. Al<br />

dormir la siesta, cuando el capitán le informó que se acercaban<br />

a su destino, se perturbó por el recuerdo del gallo<br />

que lentamente se desangrara, al punto de mirarse las manos,<br />

como si temiera que las gotas de sangre formaran<br />

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