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EL HÚSAR NEGRO

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figura de religioso de dicha Orden", así como "otras co­<br />

sas que en esta relación no se pueden decir".<br />

De tal forma que Adams resultó útil para toda empre­<br />

sa que dirigiera la perfidia, pese a lo maloliente de la sífi­<br />

lis que lo carcomía, el shogún leyasu, avm con reticencia,<br />

ordenó que ingresara a la sociedad secreta que se había<br />

constituido para extirpar al cristianismo de Japón con el<br />

nombre en clave de Anjín. Ante su facilidad para la mal­<br />

dad, Rodrigo de Vivero compartió el juicio que se hacía<br />

de él, que se enteraba, como por malas artes, de todo lo<br />

que ocurría entre los novohispanos, aconsejando aim en<br />

su mareo suma prudencia al embajador don Francisco<br />

Castañeda, trasmitiéndole, -mediante im converso-, un<br />

mensaje lacónico: "El capitán de vuestra nave os dirá de<br />

palabra cuanto aquí pasó en silencio".<br />

El alto y desgarbado agente del protestantismo, se pro­<br />

puso que Rodrigo de Vivero abandonara la fe y se sumara<br />

al plan de persecución que se preparaba contra los cató­<br />

licos. Consideró que Vivero aún conservaba los ojos<br />

cafés centelleantes del que se yergueen la desgracia im-<br />

batible como un ronin, un samurai errante y sin señor,<br />

precisamente la hidalguía que había mantenido incólxune<br />

cuando el destino lo golpeó sin piedad, a la manera en que<br />

la etiqueta de la nobleza nipónica, exige que se desempe­<br />

ñen los samurais en lo que se llama la actitud durante la<br />

tormenta: "Si no habéis sido ronin siete veces, no podréis<br />

reivindicar efectivamente el título verdadero de samurai.<br />

Tropezad y caed siete veces pero levantaos a la octava".<br />

Si bien, Adams aumentó la dosis para intoxicarlo, no<br />

pudo dejar de apreciar, pese a su ruindad, el porte de<br />

Vivero, la luminosidad de su mirada que a veces parecía<br />

hacer música sobre las almenas, -como solía decirse-, so­<br />

portando en el rostro demacrado la ponzoña que no<br />

había logrado inocular su corazón. En su reducida habi­<br />

tación, Rodrigo de Vivero vio refulgir su fe, en la meda­<br />

lla que ocultó tanto a la curiosidad nipórúca como a la<br />

impía ansiedad del inglés.<br />

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