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catarlo de su exasperación, no lograba vencer su desdén<br />
por los hombres de acción. Al tiempo que rezaba el rosario,<br />
se le hacía más nítida la imagen de San Miguel Arcángel,<br />
la cual dominaba el arco del atrio de la iglesia, mas no<br />
atendía en sus especulaciones a la espada que blandía<br />
sobre el dragón, ni a las alas de su vuelo celestial, ni siquiera<br />
al casco caído sobre la frente; creyó percibir bajo el<br />
Arcángel, cuya protección solían invocar los capitanes, im<br />
grabado con la divisa: "en el fragor del combate mueren,<br />
en el silencio del descanso sueñan". Percibió oscmamente<br />
que su fe, enmohecida, atrapada por el sedentarismo, sujetada<br />
a los oficios de escribano, atareada por datos inútiles,<br />
desangrada por la rutina, carecía del poder de alterar<br />
el rumbo del mundo; mas para ello sería necesario que su<br />
voluntad paralizada, tuviera la gracia de la fe en ima misión<br />
superior, a los días en que arrastraba su existencia,<br />
sometida al yugo invisible que encorvaba su espalda sobre<br />
los papeles.<br />
De esta forma, Bartolomé Acosta sin necesidad de<br />
sacudirse la peluca, podría adelantar en mucho los empeños<br />
de Cortés en sus exploraciones por el norte de la<br />
Nueva España, recorriendo la Punta del Engaño en el<br />
extremo sur de Baja California, dejando atrás los sueños<br />
abólleos de Francisco Vázquez de Coronado, superando<br />
a Juan Rodríguez CabrUlo descubridor de la bahía de San<br />
Diego, yendo más allá del septentrional cabo Mendocino,<br />
se decía, cuando el aletear de un colibrí pasó por su cabeza,<br />
como si las alas del Arcángel lo hubieran tocado con<br />
la gracia, ello sin perder su cajita de rapé y el cegador reflejo<br />
de ébano de las carnes de la mulata que lo habían<br />
arrancado de la servidumbre cortesana.<br />
Al llegar a su finca, su rostro macilento tenía un rictus<br />
sardónico como el que solía acompañar a las visitas de<br />
los funcionarios borbónicos venidos de la península, quienes<br />
constataban con euforia la reducción a escombros del<br />
Imperio.<br />
Aprovechando el descanso cuemavaquense de el Conde<br />
de Revillagigedo, Acosta repasaba con escrúpulo y<br />
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