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EL HÚSAR NEGRO

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conde Lorencillo que se le presentó con el jubón y las botas<br />

rotas, como si le quisiera hacer una visita de cortesía,<br />

que no desentonara con la lenta demolición de la antigua<br />

grandeza de su casa.<br />

Escuchó un grito que lo distrajo de su ensimismamiento.<br />

No podía ser más que la voz de su madre, la mucama<br />

había salido a recoger la leche que se ofrecía a las casas.<br />

(Recordó ima fotografía cuando ruño montado en el jamelgo<br />

del lechero). Han muerto los últimos parientes que<br />

solían sentarse ciertas tardes a tomar el fresco con su<br />

madre, sin hablar, mirando ellos, también, el azul exasperante<br />

de un cielo que devoraba las hebras blancas de tímidas<br />

figuras, que suelen dibujar los que pretenden<br />

encontrar en las nubes animales fantásticos como<br />

unicorrúos o grifos. Ese día recordó que no había nubes<br />

y que su madre se mostró más huraña que de costumbre.<br />

Temió que la llamada le impidiera salir a la cantina El<br />

Borrego, para ver, una vez más, las pestañas de niña<br />

del gallego Constancio, o peor aún, los ojos verdosos,<br />

apagados por sucesivas degeneraciones de un jíbaro<br />

amulatado, que lo servía con una pierna de palo, por lo<br />

que la gente lo llamaba "pata de palo". Sin embargo,<br />

logró evadirse, de su madre, valiéndose de una fingida<br />

sordera para esa tarde no perder la oportimidad de entender<br />

lo que conversaban en susurros, en la barra, el amo<br />

y su sirviente: chismes, intrigas o confesiones de alcoba,<br />

hasta que dejó de prestar atención, cuando pasó del segundo<br />

al tercer menjule, en que la yerbabuena le sirvió<br />

como un bálsamo por el que desaparecieron los portales<br />

del Centro, el palacio municipal, los balcones del Hotel<br />

Virreinal, los almacenes puestos por los "turcos" que se<br />

han apoderado de la ciudad, y sobre todo, la figura feminoide<br />

del gallego, resaltada por unos pantalones de<br />

mezclilla ajustados, con la soru-isa permanente del mulato<br />

cuyo befo ocultaba sus dientes manchados de sarro. Sin<br />

embargo a su furtivo regreso siguió escuchando el grito<br />

y se dirigió al ático, donde su madre bordaba manteles<br />

que nadie usará y que se extendían interminables como<br />

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