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Así pues, cuando con dieciocho años partí a Bilbao a recoger aquel premio<br />
de dibujo, supe que los niños no los traía el doctor Urbina ni de París ni<br />
de Vitoria. Los razonamientos “absurdos” escuchados a mis amigos hasta entonces<br />
tenían más visos de ser verdad que las explicaciones de curas, frailes<br />
y monjas. Y éstos tampoco se libraban de orinar alzándose el hábito o la sotana,<br />
tal y como hacía el carbonero Nicolás Kamiñero Altuna.<br />
No sé si la inocencia y el desarrollo prudente deben de ir de la mano, ni<br />
si alguna vez llegaron a ser sinónimos. Pero el acercamiento a la ciencia provocaba<br />
un significativo gesto de rechazo en mi difunto padre, así como en la<br />
mayoría de la gente de su edad. Nacido en el último cuarto del siglo XIX,<br />
consideraban una maldad diabólica la loca osadía por favorecer el progreso<br />
de hombres y mujeres, como si la sociedad que ha olvidado los consejos religiosos<br />
estuviera abocada a la perdición. Mi padre –a las madres se les suponía<br />
sumisión– pregonaba el rechazo al cientificismo, por el daño que éste<br />
podía causar en el alma.<br />
Así las cosas, recuerdo que una vez, siendo yo aún muy joven, ocurrió<br />
algo que, con la ayuda de los periódicos de la época, vino a consolidar la fe<br />
ciega de mi padre en su base supersticiosa. Ocurrió que un aviador llamado<br />
“El berlinés” desapareció con su avión para siempre dentro de una vorágine<br />
de nubes negras. Mi padre decía que Dios creó al hombre para vivir en la tierra<br />
y no para estar continuamente hostigando al creador con la magia de la<br />
brujería. Manteniendo el respeto debido a mis padres, el miedo hacia dioses<br />
conocidos esculpió la totalidad de mis vivencias de aquellos tiernos años.<br />
No obstante, tampoco faltaban los que despreciaban olímpicamente la ira<br />
de Dios y el respeto hacia el prójimo, o por lo menos eso era lo que recalcaba<br />
mi padre; ahora bien, aquellos nunca adolecieron de falta de humor y abierto<br />
espíritu bromista. Con el paso de los años he podido comprender que su actitud<br />
osada tampoco era de tanta gravedad, si bien hay que aceptar que a<br />
menudo se pasaban de la raya. Valga como ejemplo lo acaecido una mañana<br />
de domingo a una señora elegantemente vestida que se disponía a entrar en<br />
la Plaza de Abastos. Resulta que un amigo mío se acercó a esta señora gorda<br />
y de culo inmenso y, con gran disimulo, le pegó un cartón en la parte inferior<br />
de la espalda, que decía: “Se alquila el cuarto trasero”. ¡Menudo jaleo<br />
se armó en las inmediaciones del Portalón!<br />
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