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En Toulouse recibí la visita de mi familia, que me animaba a no desfallecer en un ambiente<br />
diferente y contrario a nuestros ideales de libertad. A los que por cierto nunca he<br />
renunciado.<br />
Argeles sur Mer, para embarcar rumbo a Argelia. No obstante, el día 25<br />
entró en vigor el armisticio firmado en aquel famoso vagón. El gobierno<br />
francés cedió ante los alemanes y, por orden de éstos, todo permiso para salir<br />
a cualquier parte quedó invalidado.<br />
Nos internaron en el campo de concentración de Argeles sur Mer, el cual<br />
había llegado a acoger a doscientas mil personas. Allí topamos nuevamente<br />
con nuestros custodios africanos que, en consonancia con los nuevos tiempos,<br />
estaban al servicio de alemanes y franceses. De vez en cuando, apremiados<br />
por la necesidad, venían hacia nosotros en tropel, en busca de algo que<br />
les pudiéramos vender, pues ellos eran los beneficiados de nuestra desgracia.<br />
Los odiábamos. Una mañana, uno de los “swai” adquirió un objeto metálico<br />
que, aun siendo militar, le resultó sumamente extraño. A la tarde escuchamos<br />
una gran explosión y corrió el rumor de que el comprador y dos compañeros<br />
suyos habían fallecido en accidente, al tirar de la anilla de un extraño y frío<br />
artefacto. Aquella bomba de mano supuso una especie de liquidación de la<br />
deuda que aquellos desalmados tenían contraída con nosotros.<br />
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