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sobrina Begoña, por lo que me comentaron, vivía en un barrio que yo ni siquiera<br />
sabía dónde estaba. Salí de nuevo a la calle y, caminando sin rumbo<br />
y desengañado, llegué hasta el cementerio. Una vez allí, comencé a gritar<br />
desde el otro lado de la valla metálica, sollozando, rogando estar entre todos<br />
mis amigos que allá reposaban.<br />
Alguien debió llamar a los municipales, pues estando yo llorando se aproximaron<br />
dos uniformados que me preguntaron qué hacía allí y quién era. Me<br />
sentí sorprendido en aquella rara operación, totalmente avergonzado, y les<br />
dije que era el acreedor de una persona allá enterrada, la cual murió debiéndome<br />
mucho dinero y dejándome en la indigencia más absoluta. Uno de<br />
los guardias le susurró al otro algo sobre Santa Águeda. Y, por si acaso, decidí<br />
alejarme. Pregunté a los municipales por el paradero del taxista Fermín<br />
Bidaburu y me respondieron que entre los taxistas no había nadie con aquel<br />
nombre. ¡Tampoco sabían nada sobre el coche de caballos para ir a Aramaiona!<br />
¿Pero dónde me encontraba? Nervioso... desperté en mi casa de<br />
Montevideo, y aparté de mí la tentación de regresar a mi pueblo natal.<br />
Nunca volveré, por tanto, al sitio que un día dejé atrás para escapar hacia<br />
Bizkaia. En la huida fui testigo directo del bombardeo de Gernika, desde el<br />
mismo lugar de la masacre, ya que me encontraba visitando la fábrica de<br />
armas “Astra”. Los aviones comenzaron a soltar bombas, y según éstas iban<br />
cogiendo velocidad, daba la impresión de tratarse de panfletos de papel.<br />
Luego el infierno surgió ante nosotros. Por lo que había podido escuchar a<br />
alguien durante la visita matinal a la fábrica, los fascistas no se iban a atrever<br />
a bombardear la villa, ya que, al parecer, en Gernika vivían muchos carcas.<br />
Los adivinos se equivocaron. Una demoledora bomba cayó en una calle<br />
a la altura del Árbol de Gernika e hizo un agujero de ocho metros de diámetro.<br />
La casa de al lado se desplomó completamente. La gente corría hacia<br />
el refugio situado junto a la fábrica de armas, pensando que así estarían<br />
mejor protegidos.<br />
Pero no, prefiero hacer un viaje en sueños desde mi cálida cama de Montevideo<br />
y, tras arribar al puerto de Bilbo, caminar a pie hasta mi lejano y extraño<br />
Mondragón. Quizás subiré hasta la campa de San Cristóbal para<br />
sosegadamente degustar el pueblo entero desde allí. Y recrearé en mi interior<br />
aquellas órdenes de la época de Primo de Rivera, por las cuales en caso<br />
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