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Me casé el 17 de abril de 1948, con la donostiarra Rosa Salvide, exiliada en Inglaterra y<br />
fotógrafa de profesión. Dos años más tarde, y en vista de que la dictadura franquista se<br />
consolidaba, decidimos dar el salto a América y nos establecimos en Montevideo.<br />
esposa de mi amigo por el pelo y las ropas que llevaba. La lógica ahuyentó<br />
de mí el miedo pero desde aquel día me viene a menudo a la mente la imagen<br />
de Lasa, el enterrador del cementerio de Mondragón, sacando huesos<br />
de las tumbas y, como en los cuentos de aquellos tiempos, tengo la sensación<br />
de que una mano me agarra del tobillo. “Opera enim illorum sequuntur<br />
illos” se puede leer a la entrada del camposanto de nuestro pueblo, dando a<br />
entender que de allí sólo pasan las obras. Muchas veces, sobre todo en tiempos<br />
de guerra, diría que eso no es cierto, ya que ¡Cualquiera sabe dónde<br />
quedan los cuerpos y las obras!<br />
Después de la guerra había que sacar la vida adelante de alguna manera<br />
y seguí trabajando por mi cuenta en la recuperación de fotos antiguas. Si<br />
bien aún no tenía legalizada mi situación de refugiado, tres o cuatro tiendas<br />
de fotografía contrataron mis servicios e hice algún dinero. Al poco conocí a<br />
la que sería mi esposa, que se dedicaba a la fotografía y había estudiado en<br />
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