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nión de mi compañero de viaje, no estábamos como para perder el tiempo<br />
en exhibiciones emocionales. Por lo tanto, hicimos una rápida visita a la Virgen<br />
de Santutxu al objeto de darle las gracias por la diligencia que siempre<br />
había demostrado, desde el otro lado de la red metálica de su pequeña ermita,<br />
respecto al cuidado de la seguridad del barrio. Y subiéndonos de nuevo<br />
a la alfombra, partimos hacia el pueblo.<br />
El silencio era total. Íbamos asidos de la mano, como queriendo darnos<br />
mutuamente seguridad, observando los parajes que discurrían bajo la alfombra.<br />
Una vez dejamos atrás el caserío Turrubilon, a un lado podíamos ver<br />
el camino que conducía al barrio de Udala, y al otro el de Muru. Allí comenzaba<br />
la vereda hasta la taberna de <strong>He</strong>rrarte, tramo que atravesaba el río<br />
Aramaiona. En la puerta roja de la taberna brillaba tenuemente una pequeña<br />
luz, justo en el punto donde comienza el camino de subida a Kanpanzar.<br />
Luis y yo dirigimos la mirada hacia Barrenatxo intentando<br />
seguramente encontrar algún rastro del asesinato que se produjo en la zona<br />
tres o cuatro años atrás. Pero la alfombra siguió adelante y dejamos el puente<br />
de San Agustín sobre nosotros, ya que atravesamos bajo la pasarela que unía<br />
la casa del capellán y el convento.<br />
Una vez llegados al caminito de San Cristóbal, vimos la panadería de<br />
Concon. Estaban trabajando, preparando el sabroso pan del día que comenzaba<br />
a despuntar. ¡Un pan delicioso! Tal y como le conté a Luis unos<br />
años más tarde, al acometer mis primeros intentos de emancipación, uno de<br />
los primeros guiños que hice a mi padre fue el hecho de poder comer el pan<br />
de Concon que se vendía en la cooperativa San José, sita en los bajos del<br />
Círculo Tradicionalista, en lugar del que preparaba él donde Sinfo. Luis se<br />
rió y me apretó la mano. A la derecha, nos topamos con una casa vieja de la<br />
cual no recordaba que estuviera allá. En aquel edificio vivía un hombre harapiento<br />
y sin fundamento llamado Pascasio, cabeza de una familia bastante<br />
más numerosa de lo que él era capaz de alimentar, y que no dudaba en criar<br />
perros y venderlos si eso le procuraba algún dinero.<br />
Desde la parroquia recibimos el aviso de cuatro campanadas. Lloviznaba.<br />
El sereno cantó “Las cuatro y lloviendo” desde alguna esquina. Para entonces<br />
nos encontrábamos en Kondekua, tras pasar por el sendero del río. A<br />
la izquierda, una luz débil destacaba el perfil de la alta red metálica situada<br />
frente al palacio del conde de Monterrón. Oímos un ladrido que posible-<br />
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