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Las Ultimas Treinta Vidas De Alcione (C. W. Leadbeater)

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Aplicóse ardorosamente a sus nuevos estudios con propósito de olvidar su primer amor, o mejor decir, de<br />

santificarlo realzándolo a mayor nivel. Era el monasterio a que pertenecía muy vasto y rico, con una<br />

magnífica biblioteca en que pasó Dhammalankara las horas libres, y fue en el estudio más allá de lo que<br />

de su aplicación se esperaba. Mostró mucho cariño a los libros y obtuvo del bibliotecario permiso para<br />

ordenarlos de modo que sin pérdida de tiempo, pudiera hallar cualquier volumen que necesitase.<br />

Pasaron algunos años empleados en ardoroso trabajo, y su madre iba con frecuencia a verle y a<br />

hablarle, aunque la regla de la orden le prohibía mirarla al rostro. Apenaba a la madre no poder abrazar a<br />

su hijo, pero consolábala el gozo de verle en camino de perfección y de que con ello se hubieran colmado<br />

sus deseos, pues si antes le había bendecido y alentado en la vocación, ahora se regocijaba de recibir la<br />

bendición de sus manos y se complacía en escuchar máximas de su boca.<br />

Aunque la regla no le toleraba mirar cara a cara a su madre ni a mujer alguna, nada impedía que su<br />

madre le mirase con profunda ternura cuando pasaba él por la calle sin advertir su presencia, y se recrease<br />

en la contemplación del gallardo novicio, cuyo rosado hábito realzaba la gracia de su apostura; porque<br />

conviene recordar que el hábito de los novicios buddhistas era de un precioso color de rosa pálido que con<br />

los sucesivos lavados se trocaba en anaranjado intenso y con el tiempo en moreno sucio. También fue a<br />

verle su padre, quien no supo decir más que vulgaridades, aunque no dejó de complacerle el aspecto de su<br />

hijo y la fama de diligencia y santidad que ya le acompañaba.<br />

<strong>De</strong>sgraciadamente, no sólo la madre se recreaba en mirar el hermoso rostro del novicio, sino que<br />

otras mujeres, entre ellas Escorpión, de dudosa nombradía, también quedaron subyugadas por su varonil<br />

belleza. Vio Escorpión a <strong>Alcione</strong> en la calle y se prendó de él, de modo que fue a oírle predicar e hizo<br />

cuanto pudo para llamarle la atención, aunque en vano. Entonces se presentó en el locutorio del<br />

monasterio con pretexto de solicitar consejo, pero él la remitió a monjes más expertos, pues no se<br />

consideró capaz de resolver las dudas que le sometía.<br />

Viendo Escorpión que fracasaban sus artificios, le invitó a su casa con pretexto de recitar textos<br />

sagrados a la cabecera de un enfermo, cuya petición no podía él desatender en modo alguno, y una vez<br />

allí trató por todos los medios posibles de incitarle a quebrantar los votos. Sin embargo, <strong>Alcione</strong><br />

disgustóse profundamente de aquella especie de emboscada, y aprovechó la primera ocasión para escapar<br />

de la casa, por lo que la lujuria de Escorpión se trocó en odio con juramento de labrar la ruina del esquivo<br />

monje. Como la taimada tenía prendidos en sus redes a muchos hombres, no le fue difícil recabar su<br />

ayuda para tejer una ingeniosa maquinación por la cual cierta joven acusó de seducción a <strong>Alcione</strong>,<br />

mientras ella misma con sus amantes atestiguaron por diversos medios la declaración en contra del<br />

inocente monje.<br />

Negó <strong>Alcione</strong>, indignado, la monstruosa acusación ante el abad del monasterio, quien como hombre<br />

experto y muy entendido en achaques del corazón humano, interrogó con tanta habilidad a los acusadores,<br />

que muy luego se contradijeron éstos en sus declaraciones, hasta el punto de ver el abad materia sobrada<br />

para llevar la causa a conocimiento del rey, cuyos magistrados pusieron la maquinación en claro, y en<br />

consecuencia desterraron a los acusadores y les confiscaron todos sus bienes en provecho del monasterio<br />

de <strong>Alcione</strong>. El abad, aunque convencido de la inocencia del acusado, consideró conveniente alejar de allí<br />

a un monje tan apuesto y gallardo para que no se repitieran las intrigas, y enviarle en peregrinación a los<br />

santuarios buddhistas, en cuya labor empleó <strong>Alcione</strong> más de un año.<br />

Dos antes de este episodio, cuando <strong>Alcione</strong> contaba veinte, se había hospedado con mucha<br />

distinción en su monasterio un célebre peregrino chino, llamado Hiuen-Tsang, y con este motivo asistió<br />

<strong>Alcione</strong> a una lucidísima procesión, dispuesta por el rey mismo que a los espectadores no les pareció del<br />

todo religiosa, pues aunque iban monjes y formaban en ella los soberbios elefantes del templo<br />

magníficamente enjaezados, se vieron también hombres vestidos como bestias salvajes y otros que<br />

manejaban muy hábilmente una especie de espadas con larguísimos mangos, al paso que otros estaban<br />

trajeados a la usanza de los aborígenes, de los montañeses y gentes extrañas, entre las cuales algunas<br />

imitaban a los griegos y romanos con la cara embadurnada de blanco.<br />

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