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Las Ultimas Treinta Vidas De Alcione (C. W. Leadbeater)

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Según ya dijimos, Marte había llevado a cabo una correría en territorio ortodoxo y, en<br />

consecuencia, el rey de este país organizó una expedición para castigar a los audaces montañeses. Alastor<br />

salió arrogantemente al encuentro de las tropas ortodoxas, presentándose como caudillo de uno de los dos<br />

partidos rivales del reino montanero, y ofreció su apoyo a los invasores con tal que diesen buen trato a él<br />

y a su gente. Dijo, además, que de mucho tiempo atrás estaba convencido de que su tribu había hecho<br />

muy mal en emparentarse con los atlantes, y que por su parte se hubiera unido ya a los ortodoxos, si<br />

Marte no se lo impidiera cuantas veces lo intentara. Señaló el camino emprendido por este último en su<br />

emigración, y ofrecióse a indicar a los invasores una senda montañosa por donde ellos podían caer sobre<br />

él y aniquilarle con sus gentes. El general ortodoxo creyó lo más acertado aceptar el apoyo de Alastor, a<br />

quien prometió respetar las vidas de todos los suyos en recompensa de la traición, y, en consecuencia,<br />

condujo Alastor las tropas expedicionarias a lo más fragoroso de las montañas, con intento de atajar los<br />

pasos de Marte; pero como los soldados no tenían costumbre de andar por aquellos, riscos, se fatigaron<br />

lastimosamente, y cuando tras muchas penalidades encontraron a la tribu de Marte, fueron completamente<br />

derrotados con gran matanza. El general ortodoxo pudo escapar, y sin pérdida de tiempo condenó a<br />

muerte a Alastor y sus conmilitones.<br />

Fiel a las instrucciones recibidas, procuró Marte evitar en cuanto pudo los choques de armas, y al<br />

llegar cerca de algún país organizado en monarquía, despachaba una embajada al soberano, anunciándole<br />

que él y su pueblo venían en son de paz y amistad por obediencia a los mandatos divinos, y que sólo<br />

deseaban que se les dejase paso franco para cumplir las órdenes que habían recibido. En la mayor parte de<br />

los casos obtenía Marte sin dificultad el permiso, y los habitantes del país por donde atravesaba, les<br />

recibían hospitalariamente y les regalaban gran copia de víveres al despedirse. Algunos reyezuelos se<br />

negaban a dejarles atravesar las fronteras, temerosos de su gran número entonces se desviaba Marte de su<br />

camino, en demanda de otro soberano más complaciente. Dos o tres veces le atacaron tribus<br />

merodeadoras, de las que, sin gran esfuerzo, dieron buena cuenta sus intrépidos montañeses.<br />

En estas condiciones de aventuras y errabilidad se desenvolvieron los primeros años de la vida de<br />

<strong>Alcione</strong>, que tenía unos diez cuando su padre se resolvió a la emigración, y, por lo tanto, pudo<br />

experimentar en toda su plenitud las vicisitudes de aquella errante existencia. Tenía, por decirlo así, dos<br />

aspectos el carácter de <strong>Alcione</strong>, pues en el trato con su padre se mostraba francamente pueril y<br />

apasionado de la excitadora variedad, mientras que con su madre aparecía soñador y místico, aunque por<br />

igual amaba a uno y otra. Algunos días iba junto a su padre al frente de la caravana, y afrontaba<br />

resueltamente el cumplimiento de algún difícil deber con toda su energía puesta en el plano físico,<br />

mientras que otros días se quedaba atrás con su madre, metido en uno de los cestos que pendían de la<br />

montura, ensimismado en sus pensamientos, sin darse cuenta siquiera del país que atravesaban.<br />

En esta última condición parecía vivir <strong>Alcione</strong> no en el presente, sino en el pasado, porque tenía<br />

frecuentes, extrañas y lúcidas visiones (la mayor parte de pasadas encarnaciones, aunque él lo ignoraba)<br />

que consideraba como sucesos tan personales y sagrados, que poquísimas veces hablaba de ellas nunca a<br />

otra persona que no fuese su madre. Estas visiones eran de variado carácter, algunas de ellas referentes a<br />

vidas que ya hemos investigado, y las demás a otras que ignoramos todavía. En muchas de estas visiones<br />

se le aparecían su padre y su madre, a quienes jamás dejaba de reconocer, cualquiera que fuese el velo de<br />

raza o sexo que les encubriese. Algunas veces cuando se veía sobrecogido por corrientes de confianza,<br />

relataba las visiones a su madre con maravillosa y vívida descripción de las escenas, a que llamaba<br />

“historias pintadas”, y le decía: “Madre: en esta historia eres tú sacerdote de un templo. En esta otra eres<br />

mi madre, precisamente lo mismo que ahora. En otra más eres mi hijo y te llevo en brazos”.<br />

Cuando <strong>Alcione</strong> hablaba de esta suerte, su madre se sentía identificada con la figura de la visión<br />

que, por decirlo así, refrescaba su memoria. Entonces se acordaba de que cuando niña, había tenido ella<br />

también análogos recuerdos, desvanecidos gradualmente con la edad, y advertía que su hijo estaba viendo<br />

a la sazón lo que ella había visto. En una de las más lúcidas visiones (la que <strong>Alcione</strong> consideró mejor de<br />

todas) no se le aparecieron ni su padre ni su madre, sino que él mismo se vio como una joven madre que,<br />

henchida de amor, no vacilaba en precipitarse en voraces llamas y asfixiante humo para salvar a un niño<br />

que era la esperanza del mundo. Fue el recuerdo de su existencia en Burma tres mil años antes. También<br />

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