La Directiva Marco del Agua en Catalunya - Generalitat de Catalunya

La Directiva Marco del Agua en Catalunya
2000). El documento de WATECO (2002) también
se plantea como una guía en en cuanto a éstos y
la forma de cuantificarlos. Las definiciones que siguen
proceden de la comunicación de la Comisión
Europea que se acaba de mencionar.
Los tres componentes de los costes que se consideran
son los “costes financieros”, los “costes
ambientales” y los “costes del recurso”. El término
costes financieros no se refiere obviamente sólo a
los costes derivados de los préstamos del sistema
financiero, sino que se utiliza como sinónimo de
los costes económicos convencionales. Los costes
anuales de abastecer los servicios incluyen los
costes de depreciación del capital (una categoría
compleja para la que pueden utilizarse diferentes
métodos de cálculo), los costes de la financiación,
los costes de mantenimiento y operación, los costes
administrativos y otros costes directos. Bajo el
punto de vista teórico, está claro que la evaluación
de los costes de abastecer los servicios del agua
debe ser independiente de quién asume los costes
y por supuesto se tienen que incluir todas las subvenciones
que proceden de la UE y de cualquier
otra administración. Por su parte, parece ser que
los costes de la financiación se tienen que considerar
no sólo cuando hay endeudamiento (intereses
efectivamente pagados) sino también cuando hay
autofinanciación en concepto de coste de oportunidad
del capital invertido.
Por lo que se refiere a los costes ambientales, la
Comisión Europea dice que “representan los costes
del daño que los usos del agua suponen para el
medio ambiente, los ecosistemas y los usuarios del
medio ambiente (por ejemplo, reducción de la calidad
ecológica de los ecosistemas acuáticos y deterioro
de los suelos productivos)” o sea que también
incluyen “externalidades económicas” (que algunos
autores como por ejemplo Henriques y West [2000]
consideran como categoría separada de costes).
En este último sentido, en WATECO (2002, Anexo
IV.I.14) se consideran dos tipos de costes económicos.
Por una parte, los que se consideran indirectos,
que son aquéllos que resultan del cambio
de estatus del agua. Y de otra los costes inducidos
que resultan de un segundo orden de efectos tales
como la pérdida de ocupación en los sectores de
servicios en las áreas rurales debido a los impactos
de cariz social debidos a la degradación de los
recursos hídricos.
Como señala Heinz (2005), los costes efectuados
para prevenir y reducir los daños ambientales a veces
han sido considerados dentro de la categoría
de costes ambientales, pero eso comporta el riesgo
de una doble contabilidad ya que estos costes son
en realidad costes “financieros” (por ejemplo, los
costes de una depuradora) aunque ciertamente se
producen como consecuencia de unos impactos
ambientales –o mejor para evitarlos o reducirlos.
La situación típica es que una política ambiental
más exigente aumenta los costes financieros efectivos
y reduce los daños ambientales. Estos costes
financieros son internos a los usuarios del agua si
son asumidos por éstos o externos a ellos si recaen
sobre el conjunto de los ciudadanos, pero en cualquier
caso no forman parte de los daños ambientales
y podríamos decir que han sido “internalizados”
por la sociedad.
La valoración de los daños ambientales –no corregidos
o internalizados– es a menudo muy problemática
y cuestionable. En algunos casos, como cuando
la afectación es sobre actividades productivas, no
plantea graves problemas teóricos (aunque a menudo
sí de información). Por ejemplo, las pérdidas de
producciones agrarias debido a la contaminación
de las aguas o incluso por las actividades turísticas
pueden en principio valorarse a partir de los
ingresos monetarios perdidos. En otros, como las
pérdidas “recreativas” por usuarios de los recursos
–como por ejemplo bañistas, pescadores o excursionistas–
las dificultades son mucho mayores a
pesar de que los economistas han ideado técnicas
como por ejemplo el coste del viaje o la valoración
contingente. En último lugar, en algunos casos
–como por ejemplo pérdida de especies u otros
cambios irreversibles o prácticamente irreversibles
en ecosistemas– la capacidad de asignar un “valor
monetario” a las pérdidas ambientales se vuelve
más y más problemática, especialmente cuando la
población que tendría que manifestarse sobre qué
valor le da puede estar poco informada sobre las
características de los impactos ambientales y, en
cualquier caso, las generaciones futuras no pueden
participar en las decisiones. Incluso olvidando estos
problemas, sólo decidir si se opta por preguntar a
los afectados cuánto se les tendría que pagar para
aceptar un impacto ambiental o, en cambio, cuanto
pagarían por evitarlo (las preguntas típicas de los
ejercicios de valoración contingente) es una cuestión
esencial porque las respuestas pueden variar
radicalmente.
En resumen, no se pretende revisar aquí las técnicas
planteadas por los economistas ambientales
para calcular en unidades monetarias el “valor económico
total” de los bienes ambientales (Pearce y
Turner, 1995), pero sí señalar las dificultades que
se presentan para traducir cualquier impacto ambiental
a unidades monetarias y el intenso debate
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