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Capítulo XII<br />
Antes de la batalla<br />
Afortunadamente, Infadús y los jefes conocían muy bien la gran ciudad, y,<br />
por consiguiente, a pesar de lo turbio de la ocasión, pudimos caminar con<br />
diligencia.<br />
Por hora y media sostuvimos la marcha sin la menor dilación, hasta que,<br />
por fin, el eclipse entró en su último período, y apareció el borde de la luna<br />
que primero se ocultó, al comenzar el fenómeno. Repentinamente<br />
descubrimos un tenue rayo argentino rodeado por un misterioso fulgor rojizo<br />
que, cual lámpara celestial, se destacaba en medio <strong>del</strong> obscurecido espacio.<br />
Cinco minutos después, las estrellas comenzaron a palidecer y tuvimos<br />
suficiente claridad para reconocer el paraje en donde nos encontrábamos,<br />
viendo con placer que estábamos fuera de la ciudad de Loo y cerca de una<br />
aplanada cumbre, a la que se encaminaban nuestros pasos. Esta colina, cuya<br />
especie abunda mucho en el África austral, no era muy elevada; en efecto, su<br />
mayor altura no pasaría de unos doscientos pies, pero su forma afectaba la de<br />
una herradura y sus precipitosas laderas estaban materialmente erizadas de<br />
riscos que hacían imposible el ascenderlas. En la herbosa meseta, que la<br />
coronaba, había suficiente terreno para un campamento, y como tal se<br />
utilizaba, siendo una de las posiciones militares que defendían la capital. Su<br />
guarnición ordinaria consistía en un regimiento de tres mil hombres; mas al<br />
subir por sus inclinadas vertientes pudimos observar, a la luz de la retornante<br />
luna, que el número de los guerreros allí reunidos era mucho mayor.<br />
Al llegar a la meseta encontramos multitud de hombres que, arrancados <strong>del</strong><br />
sueño, se apiñaban temblorosos, consternados por el hecho natural que aun<br />
presenciaban. Sin pronunciar una palabra pasamos entre ellos y nos dirigimos<br />
a una choza en donde, con sorpresa hallamos, nos esperaban dos hombres<br />
cargados con los contados efectos que nuestra precipitada fuga nos forzara a<br />
abandonar.<br />
—Yo envié por ellos —observó Infadús— y también por esto— añadió<br />
suspendiendo en sus manos, los hacía tanto tiempo perdidos pantalones de<br />
Good.<br />
Éste, con una exclamación de alegría, se abalanzó a ellos e inmediatamente<br />
procedió a ponérselos.<br />
—¡Mi señor, no oculte sus preciosas piernas blancas! —instó Infadús con<br />
tono de súplica.<br />
Pero Good persistió obstinadamente en su propósito y el pueblo kukuano<br />
hubo de resignarse a no verlas más al natural, teniéndose que contentar con su<br />
barbudo lado, su ojo transparente y su movible dentadura.<br />
Sin apartar los ojos, que acariciaban con persistente mirada los encubiertos<br />
miembros de Good, Infadús nos informó había dado órdenes para que los