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—Sí, y ved aquí de dónde obtuvo la tinta —dijo sir Enrique, señalando una<br />
pequeña herida en el brazo izquierdo <strong>del</strong> cadáver. ¡Habrase visto cosa más<br />
rara!<br />
No cabía duda en el particular, y, por mi parte, confieso quedé enteramente<br />
estupefacto. Allí, sentado ante nosotros, estaba, inanimado e intacto, el cuerpo<br />
<strong>del</strong> hombre cuyas direcciones, escritas hacía diez generaciones, nos habían<br />
conducido hasta aquel lugar. En mis propias manos veía la rústica pluma de<br />
que se sirviera; y, pendiente de su cuello, el crucifijo contra el cual<br />
fervorosamente oprimiera el moribundo labio. Mientras con fija mirada,<br />
contemplaba el cadáver, mi imaginación, arrancándola de las garras <strong>del</strong><br />
pasado, traía a mis ojos la remota escena, y veía al moribundo viajero aterido,<br />
hambriento, olvidando sus dolores, afanarse por revelar al mundo el gran<br />
secreto que había descubierto, y la horrible soledad de su agonía y muerte.<br />
También creía descubrir en sus facciones cierto parecido con las de mi pobre<br />
amigo da Silvestre, su descendiente, hacía veinte años muerto en mis brazos;<br />
pero tal vez fuera efecto de mi excitada imaginación. De todos modos, allí<br />
estaban sus tristes restos, imagen espantosa de la suerte que espera al que se<br />
lanza a lo desconocido; y probablemente allí permanecerán siglos y siglos,<br />
rodeados por la imponente majestad de la muerte, para aterrorizar a los<br />
aventureros, que, como nosotros, vayan a interrumpir el solemne silencio de<br />
su sepulcro.<br />
—Partamos —dijo sir Enrique con voz muy baja— pero esperen, voy a<br />
darle un compañero.<br />
Levantó el cadáver <strong>del</strong> hotentote Ventvögel y lo colocó al lado <strong>del</strong> antiguo<br />
fidalgo. Entonces, inclinándose hacia éste, tomó el crucifijo, y de un tirón<br />
rompió la cuerda que le sujetaba a su cuello, pues tenía los dedos demasiado<br />
helados para intentar desatarlo. Creo que todavía lo conserva. Yo cogí la<br />
pluma, en este momento la tengo <strong>del</strong>ante de mi tintero, y a veces suelo firmar<br />
con ella.<br />
Entonces, separándonos de los inertes cuerpos <strong>del</strong> orgulloso blanco de los<br />
pasados tiempos y <strong>del</strong> humilde hotentote, que quedaron guardando un eterno<br />
silencio en medio de las nieves eternas, nos arrastramos fuera de la cueva y<br />
volvimos a emprender la penosa marcha, pensando cuántas horas<br />
transcurrirían antes de que nos cupiera la misma suerte.<br />
Habíamos ganado una media milla cuando nos encontrarnos, en el borde<br />
de una meseta; el pico no se levantaba <strong>del</strong> mismo centro de aquella, como nos<br />
pareció al mirarlo, desde el opuesto lado. Nada pudimos descubrir de lo que<br />
desde aquella altura se dominaba; todo estaba oculto por la densa neblina de la<br />
mañana. Sin embargo, a poco comenzaron a desvanecerse sus capas<br />
superiores, y distinguimos, a unas quinientas yardas de nosotros, cuesta abajo,<br />
al final de la nevada pendiente, una porción de terreno cubierto de hierba y<br />
regado por un arroyuelo. No era sólo esto junto a la corriente y echados, al<br />
parecer calentándose al sol de la mañana, descansaba un grupo de diez a