—Está bien. Demasiado sabía que al fin encontraría un medio para hacerte hablar. Mañana irás con Infadús y mis hermanos blancos al citado sitio; y, guárdate de no cumplir tu palabra, porque si los engañas, te hará morir poco a poco. —Lo cumpliré, Ignosi. Jamás falto a mi propósito: ¡ah! ¡ah! ¡ah! Una vez una mujer mostró ese sitio a un hombre blanco y sabed que la desgracia cayó sobre él —y al decir esto sus ojos brillaron con siniestro fulgor—. Su nombre también era Gagaula. Quizá yo sea aquella mujer. —Mientes —le repliqué— desde que eso ocurrió han pasado diez generaciones. —Puede ser, puede ser, cuando se vive mucho, se pierde la memoria. Tal vez la madre de mi madre me lo contó, también se llamaba Gagaula. Pero, oíd, hallaréis en el lugar de las brillantes baratijas, un saco de cuero lleno de piedras. Aquel hombre las colocó en él, pero jamás pudo sacarlo de allí. ¡La desgracia lo aniquiló, os lo advierto, la desgracia lo aniquiló! Tal vez la madre de mi madre me lo contó. Será un alegre viaje, veremos de paso los cuerpos de los que murieron en la batalla. Ya habrán perdido los ojos y tendrán las costillas descarnadas. ¡Ah! ¡ah! ¡ah!
Capítulo XVI La morada de la muerte Tres días después de la escena descrita en el capítulo anterior, acampábamos ya entrada la noche, en varias chozas situadas a la base de las «Tres Brujas», nombre nativo de los tres picos, que marcaban el término <strong>del</strong> camino de Salomón. Componíase nuestra partida de nosotros tres y Foulata, que continuaba en nuestro servicio (especialmente en el de Good), Infadús, Gagaula, a quien se traía en una litera y no cesaba de murmurar y maldecir, varios criados y una escolta. <strong>Las</strong> montañas, o mejor dicho, los tres picachos de las montañas, porque la masa entera se había evidentemente formado por un aislado levantamiento <strong>del</strong> terreno, estaban dispuestos, según antes dije, como vértices de un triángulo que volviese la base hacia nosotros; esto es un pico a la derecha, otro a la izquierda y el tercero en el centro a nuestro mismo frente. Nunca podré olvidar la vista que, a la temprana luz de la siguiente mañana, presentaron a nuestros ojos. Alto, muy alto, por encima de nuestras cabezas, perdíanse sus agudas cimas vestidas de nieve, cual retorcidas agujas de plata, en la inmensidad azul <strong>del</strong> espacio. Por debajo de la nieve, el brezo de los páramos las ataviaba con mano de púrpura y subiendo por sus laderas destacábase, a manera de blanca cinta, el camino de Salomón, en derechura hacía la base <strong>del</strong> pico central en donde moría. No quiero relatar nuestras impresiones durante la ascensión, emprendida aquella misma mañana: la imaginación de mis lectores las concebirá mejor que yo puedo describirlas. Al cabo nos aproximábamos a las maravillosas <strong>minas</strong>, causa de la muerte <strong>del</strong> antiguo fidalgo portugués, de la de mi pobre amigo su infortunado descendiente, y también, según temíamos, de la de Jorge Curtis, el hermano de sir Enrique. ¿Estábamos predestinados, después de tantos obstáculos vencidos, a no tener suerte mejor? La desgracia cayó sobre ellos, como decía la endemoniada vieja Gagaula, y ¿caería sobre nosotros también? En el fondo, la verdad es que, a medida que recorríamos aquel último trozo <strong>del</strong> magnífico camino, un temor supersticioso avasallaba mi ánimo, y, a mi parecer, inquietaba no menos a sir Enrique y a Good. Durante hora y media o más, impedidos por nuestra excitación, caminamos tan deprisa que los conductores de la litera de Gagaula no podían seguirnos el paso, y ésta hubo de gritarnos que la esperáramos. —Más despacio, más despacio, hombres blancos —dijo sacando por entre las cortinas su horrible y repugnante cabeza y clavando sus vivaces ojos en nosotros— ¿por qué corréis al encuentro de vuestro mal, vosotros, los buscadores de tesoros? —y lanzó una siniestra carcajada, que me produjo un escalofrío y amortiguó nuestro entusiasmo. No obstante, seguimos avanzando hasta que llegamos al borde de una vasta excavación circular de inclinadas paredes, con trescientos pies de profundidad
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Henry Rider Haggard Las minas del r
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Este registro fiel, pero sin preten
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Introducción Ahora que este libro,
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alguna, excepto Foulata. ¡Detengá
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primavera de la vida. Quizás a ell
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Añadía usted que, en efecto, vend
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Capítulo II La leyenda de las mina
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—Adiós, adiós señor, si alguna
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tinta. Si mi esclavo lo encuentra c
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entregues enseguida, porque no me a
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plácido mar y da cierta vida a la
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muy lejos. Dicho esto, si la muerte
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nuestra permanencia en Durbán oper
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palabras. «Ojalá, hombres blancos
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Good de un salto se puso en pie, an
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Capítulo V En marcha por el desier
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—Estaba seguro de ello —exclam
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y que si moríamos y trataba de rob
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desde largo tiempo hacía, el sol l
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me expusiera el hombre o las fieras
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Capítulo VI ¡Agua! ¡Agua! Dos ho
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encima del desierto, para derramar
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enterrándolos por cortos minutos e
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—¡Ya lo sé! no cabe la menor du
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de grasa con que había sacado lust
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—Entonces —le dije arrogantemen
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Capítulo VIII En la tierra de los
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—¿Y cuál fue la suerte de la es
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Cada compañía, perfectamente alin
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Terminada la comida cargamos nuestr
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Nos dirigió una rápida mirada, po
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nos permitían. Good la emprendió
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¿Qué tienes que decir? —Vimos a
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—Es preciso que lo haga. Si falla
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piedras que brillan: yo lo sé… y
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—Pues bien, la suerte quiso que l
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¡Hágase la voluntad de Dios! Ahor
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