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Llegole el turno a sir Enrique, y lo mismo.<br />
Entonces Good, cogiendo de nuevo el gancho, escarbó a lo largo de la<br />
grieta que daba entrada al aire.<br />
—Ahora, Curtis —dijo— agárrela bien y eche el resto, usted vale por dos.<br />
Espérese, y sacando un pañuelo de seda que fiel a sus pulcros hábitos, llevaba<br />
consigo, lo retorció y pasó por la argolla. ¡Quatermain! coja a Curtis por la<br />
cintura y cuando dé la voz, a tirar con todo brío, que en ello nos va la vida.<br />
¡Ya!<br />
Sir Enrique contrajo con terrible fuerza su vigorosa musculatura, y Good y<br />
yo pusimos en juego la que la Naturaleza nos había dado.<br />
—¡Firme! ¡firme, que cede! —exclamó ahogadamente sir Enrique— y oí<br />
que las coyunturas de su ancha espalda le crujían. Repentinamente<br />
escuchamos un sonido como de algo que se desgaja; seguido, una bocanada de<br />
viento, y allá fuimos los tres de espaldas al suelo con una gran losa encima de<br />
nuestros cuerpos. La fuerza de sir Enrique lo había hecho, y nunca el poder<br />
muscular asistió a un hombre en situación tan apurada.<br />
—Encienda un fósforo, Quatermain —dijo, así que nos levantamos y<br />
cogimos aliento— pero tenga cuidado no se apague.<br />
Así lo hice, y a nuestros ojos apareció ¡alabado sea el Cielo!, el primer<br />
peldaño de una escalera de piedra.<br />
—¿Y ahora, qué hacemos? —preguntó Good.<br />
—Bajar la escalera y confiar en la Providencia.<br />
—¡Aguardad! —añadió—. Quatermain, coja la poco agua y carne que nos<br />
queda, puede ser que nos haga falta.<br />
Fuime a gatas a nuestro asiento, junto a las arquillas de diamantes, con el<br />
indicado propósito, y, al volverme, me ocurrió una idea. Durante las últimas<br />
veinticuatro horas ni siquiera nos habíamos acordado de las valiosas piedras,<br />
que mirábamos con aborrecimiento como causa de nuestra malaventura; pero<br />
pensé que nada malo hacía con meterme unas pocas en los bolsillos, por si<br />
acaso lográbamos salir de aquella horrible caverna. La consecuencia, metí la<br />
mano en la primera, y llené los bolsillos de mi vieja chaqueta de caza,<br />
rellenándolos, lo que fue una feliz ocurrencia, con un par de buenos puñados<br />
de los enormes solitarios <strong>del</strong> tercer depósito.<br />
—Oigan, camaradas, ¿no queréis llevar algunos diamantes? Yo tengo los<br />
bolsillos casi a reventar.<br />
—¡Al Diablo con los diamantes! —exclamó sir Enrique—. Ruego al Cielo<br />
nunca más vuelva a poner los ojos en otros.<br />
Good no contestó. Creo que en aquel momento daba su última despedida a<br />
los restos de la joven que tan tiernamente le amara.<br />
Y por extraño que parezca a los que tranquilos en sus hogares piensen en<br />
los inmensos tesoros que con tanta indiferencia abandonábamos, no dudo en<br />
afirmar que ellos mismos, en iguales circunstancias, después de haber pasado<br />
veintiocho horas en aquel encierro espantoso, casi sin tener que comer ni<br />
beber; obrando de idéntica manera, no se hubieran acordado de aquellas