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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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Capítulo XIX<br />

La despedida de Ignosi<br />

Diez días después de aquella mañana tan rica de emociones, nos<br />

encontrábamos otra vez en nuestro antiguo alojamiento, en la ciudad de Loo;<br />

y aunque suene a exageración, sin otros rastros de nuestras terribles<br />

sensaciones que lo cano de mi cabello, tres veces más blanco a la salida que a<br />

la entrada de la cueva, y cierta tristeza en la honrada cara de Good, quien, al<br />

parecer muy impresionado por la muerte de Foulata, no volvió a ser el jovial<br />

camarada de antes. Y aquí, en obsequio a la verdad, debo confesar mirando<br />

los hechos con toda la experiencia de mis años, que su muerte, fue un<br />

infortunio feliz pues a no ocurrir, sabe Dios las complicaciones que se<br />

hubieran presentado. La desgraciada criatura no era una nativa vulgar, al<br />

contrario, su belleza era admirable y no menos admirables las galas de su<br />

ingenio. Pero ni una ni otras podían justificar, y menos hacer deseable, un<br />

enredo entre ella y Good; porque según dijo la pobre en sus últimos<br />

momentos, «el sol no se aviene con la noche, ni el blancor con la negrura» No<br />

creo necesario advertir que no volvimos a penetrar en la recámara <strong>del</strong> tesoro<br />

de Salomón. Recuperadas nuestras fuerzas, lo que exigió cuarenta y ocho<br />

horas de continuado descanso, descendimos al gran pozo con la esperanza de<br />

descubrir el agujero por el cual salimos de las entrañas de la tierra, pero<br />

nuestra diligencia no tuvo éxito. En primer lugar unos fuertes aguaceros<br />

habían borrado completamente la pista que nuestro paso dejara y para mayor<br />

confusión, las paredes de la inmensa concavidad estaban materialmente<br />

hechas unas cribas por las garras y dientes de los osos hormigueros y otros<br />

animales que en ellas se abrían sus refugios. Imposible era discernir a cuál de<br />

ellos debíamos nuestra salvación. También la víspera de nuestro regreso a<br />

Loo, hicimos un examen minucioso de la cueva de las estalactitas, o incitados<br />

por invencible curiosidad cruzamos el dintel de la Morada de la Muerte; una<br />

vez allí, pasamos bajo la lanza <strong>del</strong> gigantesco esqueleto, y contemplamos, con<br />

sensaciones que no son fáciles de trasladar al lenguaje, la masa de roca que<br />

nos había separado <strong>del</strong> mundo de los vivos; pensando al mismo tiempo en los<br />

tesoros sin cuento que defendía, en la misteriosa y horrible vieja sobre cuyos<br />

aplastados miembros descansaba, y en la graciosa doncella, a cuyo sepulcro<br />

servía de muda lápida. Y digo contemplamos la «roca» porque por más que<br />

buscamos, no nos fue posible distinguir las junturas de la puerta, y mucho<br />

menos, no obstante una hora de cuidadosa pesquisa, el dar con el secreto para<br />

siempre perdido, que la ponía en movimiento. En verdad aquel maravilloso<br />

mecanismo, por, su consistencia o inescrutable sencillez, era un precioso<br />

ejemplar de la edad que lo produjo y dudo haya en el mundo otro igual.<br />

Por fin, defraudadas nuestras tentativas, abandonamos contrariados tal<br />

empeño, aunque dudo que, si la puerta de repente nos hubiera franqueado el

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