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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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Pasada la puerta <strong>del</strong> kraal, marchamos directamente al lugar en donde el<br />

ex-<strong>rey</strong> se hallaba. Cuando solo distamos unas cincuenta varas se dio la voz de<br />

alto al regimiento, y acompañados por un pequeño piquete nos acercamos<br />

hacia él, saliéndonos al encuentro Gagaula con un torrente de injuriosas<br />

palabras. Al aproximarnos, Twala levantó por primera vez la cabeza, y clavó<br />

su ojo, que encendido por la cólera, brillaba casi como la gran diadema que<br />

ostentaba en su frente, sobre su victorioso rival, sobre Ignosi.<br />

—¡Salve, oh Rey! —exclamó con irónica burla— ¡tú que has comido de<br />

mi pan y, con la ayuda de la magia de esos blancos, has seducido mis<br />

regimientos y derrotado mi ejército, salve! ¿qué suerte me reservas, oh Rey?<br />

—La suerte que en tus propias manos encontró mi padre, cuyo trono has<br />

usurpado por tantos años.<br />

—Está bien. Yo te enseñaré a morir y tú nunca podrás olvidar lo que aquí<br />

vas a ver. Mira, el sol se hunde teñido de sangre, y señaló con su enrojecida<br />

hacha el encendido globo, ya cerca de su ocaso; digno es mi sol de<br />

desaparecer con él. Y ahora, ¡oh Rey! estoy pronto a morir; pero me acojo al<br />

privilegio de la casa real de Kukuana [4] , quiero morir peleando. Tú no me lo<br />

puedes negar, porque si así lo haces, hasta esos mismos cobardes que huyeron<br />

hoy, te despreciarían.<br />

—Concedido. Elige, ¿con quién quieres tú combatir? Yo no puedo ser tu<br />

adversario, porque el Rey sólo se bate en la guerra.<br />

El sombrío ojo de Twala se paseó por nuestras filas y al ver que se detenía<br />

en mí, me estremecí de terror. ¿Qué hacer, si me designaba para comenzar el<br />

combate? ¿Qué probabilidades de éxito podía tener contra un desesperado<br />

salvaje de seis pies de estatura y ancho en proporción? Más valía que de una<br />

vez me suicidara. Sin detenerme a pensarlo me decidí a declinar tal honor,<br />

aunque como consecuencia, a silbidos me echaran de Kukuana, pues, a mi<br />

entender, es preferible salir corrido a quedarse hendido de un hachazo.<br />

—Por fin habló.<br />

—¿Incubu, no te parece concluyamos lo que comenzamos hoy, o debo<br />

llamarte cobarde blanco, ante todos los que nos oyen?<br />

—No —contestó apresuradamente Ignosi— no pelearás con Incubu.<br />

—No, si me tiene miedo —añadió Twala.<br />

Desgraciadamente sir Enrique comprendió estas palabras y la sangre<br />

encendió sus mejillas.<br />

—Acepto su desafío, y ya verá si le tengo miedo.<br />

—¡Por el Cielo! —le supliqué— no vaya a arriesgar su vida en un<br />

encuentro con ese desesperado. Todos los que le han visto hoy saben que<br />

usted no es un cobarde.<br />

—Me batiré con él —contestó ásperamente. Ningún viviente me llama a<br />

mí cobarde. ¡A<strong>del</strong>ante, ya te espero! y saliendo al frente, levantó su hacha.<br />

Yo me retorcí las manos al presenciar este quijotesco arranque, pero estaba<br />

tercamente resuelto a pelear y no me era posible evitarlo.

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