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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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Regresamos al alojamiento, comimos y empleamos lo restante <strong>del</strong> día<br />

recibiendo visitas de ceremonia y curiosidad. Por fin el sol llegó a su ocaso y<br />

pudimos descansar por un par de horas con cuanta tranquilidad nos permitía<br />

nuestro inseguro porvenir. Por último, hacia las ocho y media, apareció un<br />

mensajero <strong>del</strong> <strong>rey</strong> Twala a invitarnos, en su nombre, para que asistiéramos a la<br />

gran danza anual de las vírgenes, que de un momento a otro se iba a<br />

comenzar.<br />

Vestimos apresuradamente las aceradas mallas, nos armamos con nuestros<br />

rifles y todas sus municiones, para tenerlas a la mano en caso de haber que<br />

escapar como nos lo advirtiera Infadús, y partimos llenos de osadía, en la<br />

apariencia, pues llevábamos el alma en vilo y las carnes nos temblaban. El<br />

ancho patio <strong>del</strong> kraal <strong>del</strong> <strong>rey</strong> tenía un aspecto muy distinto <strong>del</strong> que presentara<br />

en la noche anterior. En vez de las apretadas filas de sombríos guerreros,<br />

alegraban los ojos, compañía tras compañía de jóvenes kukuanas, ligera y<br />

graciosamente vestidas, coronadas con olorosas guirnaldas, teniendo con una<br />

mano una palma y sustentando en la otra un hermoso lirio blanco. En el centro<br />

<strong>del</strong> espacio despejado, a la luz de la luna, sentábase el <strong>rey</strong>, con la odiosa<br />

Gagaula acurrucada a sus pies y rodeado por Infadús, Scragga y doce<br />

guardias. También había presente una veintena de jefes, entre los cuales<br />

reconocí a casi todos los que nos habían ido a ver la noche anterior.<br />

Twala nos recibió, en apariencia, con extremada cordialidad, aunque no se<br />

me escapó la expresión de odio que animó a su único ojo, cuando lo fijó sobre<br />

Umbopa.<br />

—Bienvenidos seáis, blancos de las estrellas —nos dijo— cosa bien<br />

distinta a la que anoche, a la luz de la luna, pudisteis contemplar, venís a ver:<br />

es un hermoso espectáculo; pero no tan bello como aquel. <strong>Las</strong> jóvenes son<br />

agradables, y si no fuera por éstas (señalando en derredor), no estaríamos<br />

aquí, pero los hombres son mejores. Dulces son los besos de sus labios, dulce<br />

su tierna voz; pero más dulce es el choque de las lanzas y aún mucho más el<br />

olor de la sangre que derraman. ¿Queréis tomar esposas entre las mujeres de<br />

nuestro pueblo? Si así lo deseáis, elegid entre las más bellas, tantas como<br />

queráis y serán vuestras; e hizo una pausa en espera de respuesta.<br />

La proposición no pareció desagradable a Good, quien, como buen marino,<br />

era fácil de inflamar, y previendo las complicaciones sin cuento que enlaces<br />

de esa naturaleza nos podían traer (pues a la mujer, siguen las dificultades tan<br />

infaliblemente como la noche al día), autorizado por mi mayor edad y<br />

experiencia, me apresuré a contestar:<br />

—Gracias ¡oh <strong>rey</strong>! pero los blancos sólo nos casamos con mujeres de<br />

nuestro color y linaje. ¡Vuestras vírgenes son bellas, pero no han nacido para<br />

nosotros!<br />

El <strong>rey</strong> se echó a reír.<br />

—Como queráis. En nuestra tierra hay un proverbio que dice: «Los ojos de<br />

la mujer no brillan menos, ora sean más claros, ora más negros», y otro que<br />

nos advierte: «Ama a las que cerca tengas y da por cierto, que aquellas que

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