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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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Capítulo XI<br />

La señal<br />

Largo rato, dos horas poco más o menos, permanecimos sentados y<br />

silenciosos, demasiado impresionados por los horrores que acabábamos de<br />

ver, para poder conversar. Al fin, cuando al aparecer los primeros albores de<br />

la mañana nos disponíamos a acostarnos, oímos el ruido de varias pisadas. El<br />

centinela a la puerta <strong>del</strong> kraal dio el ¿quién vive? que en apariencia fue<br />

satisfactoriamente contestado, pero con voz tan baja que no llegó hasta<br />

nosotros, pues los pasos continuaron acercándose a nuestra choza, cuya puerta<br />

se abrió para dar entrada a Infadús y a unos seis jefes de marcial aspecto y<br />

arrogante presencia que le acompañaban.<br />

—Mis señores, como os lo prometí, aquí me tenéis. He traído conmigo,<br />

mis señores y tú, Ignosi, legítimo Rey de los kukuanos, a estos hombres,<br />

grandes entre nosotros y jefe cada uno de tres mil guerreros, prontos a<br />

obedecer sus órdenes en el servicio <strong>del</strong> Rey. Les he contado todo cuanto mis<br />

ojos han visto y mis oídos escuchado. Ahora permíteles también ver la<br />

sagrada serpiente en derredor de tu cintura y oír de tus mismos labios tu<br />

historia, Ignosi, para que puedan decidirse y digan si estarán a tu lado o al<br />

lado de Twala, el Rey.<br />

Ignosi, por toda contestación, desnudó su cintura, dejando, al descubierto<br />

la regia señal. Los jefes, uno a uno, auxiliados por la mezquina luz de la<br />

lámpara, la examinaron de cerca, y según concluían su investigación pasaban<br />

sin decir una palabra a colocarse al otro lado.<br />

Cuando todos la hubieron visto, Ignosi volvió a cubrir su cintura y<br />

dirigiéndose a ellos, repitió la historia que contará a Infadús.<br />

—Ya habéis visto y oído, Jefes —dijo éste cuando Ignosi terminó— ¿qué<br />

decís? ¿os declaráis por el hijo de Imotu y ofrecéis ayudarle a conquistar el<br />

trono de su padre, o le abandonáis? La tierra clama contra las crueldades de<br />

Twala, la sangre <strong>del</strong> pueblo corre como el agua en las lluvias de la primavera.<br />

¡Bien lo habéis visto anoche! Dos de vuestros compañeros, dos jefes a quienes<br />

pensaba haber traído aquí ¿dónde están? <strong>Las</strong> hienas aúllan sobre sus<br />

ensangrentados restos. Esa es la suerte que os aguarda si no os apresuráis a<br />

herir. ¡Hermanos, decidios!<br />

El más viejo de los seis guerreros, hombre de corta estatura, robusto y con<br />

el cabello blanco, dio un paso al frente y contestó:<br />

—Tus palabras no mienten, Infadús, la tierra entera gime. Mi hermano, mi<br />

propio hermano está entre aquellos que murieron anoche; pero este asunto es<br />

muy grave y el suceso casi increíble. ¿Cómo podemos convencernos al<br />

empuñar nuestras lanzas, de que no servimos a un impostor? Grave asunto es,<br />

repito, y nadie puede prever su fin. Porque estad seguros de esto, la sangre<br />

correrá a torrentes antes que el hecho se haya consumado; muchos

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