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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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viejo veterano y comenzamos nuestro peligroso descenso. Ardua cosa fijó<br />

aquella marcha cuesta abajo, pero al fin y sin accidente alguno, a la puesta <strong>del</strong><br />

sol nos deteníamos en la planicie.<br />

—Saben ustedes —dijo sir Enrique aquella noche, mientras sentados<br />

alrededor de una hoguera, mirábamos la unida cresta que corría por encima de<br />

nuestras cabezas— saben ustedes que hay en el mundo parajes peores que<br />

Kukuana, y que he pasado temporadas más infelices que la de estos dos<br />

últimos meses, aunque jamás me han ocurrido sucesos tan singulares.<br />

—¡Ojalá pudiera volver a lo pasado! —dijo Good exhalando un suspiro.<br />

Por mi parte reflexioné que todo es bueno cuando termina bien; pero que<br />

nunca, en una larga vida de apuros, había pasado por otros como los que<br />

recientemente experimentaba. ¡El recuerdo de la batalla todavía me helaba la<br />

sangre, y en cuanto a nuestros sufrimientos en la recámara <strong>del</strong> tesoro!…<br />

A la siguiente mañana, emprendimos una fatigosa marcha por el desierto,<br />

llevándonos los cinco guías una buena cantidad de agua, y acampamos por la<br />

noche al raso, prosiguiendo el viaje con el alba <strong>del</strong> consecutivo día.<br />

A mitad <strong>del</strong> tercero de nuestra jornada, descubrimos los árboles <strong>del</strong> oasis<br />

de que los guías hablaban, y una hora antes de la puesta <strong>del</strong> sol, caminábamos<br />

otra vez por encima de las hierbas y oíamos el suave rumor de un arroyuelo.

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