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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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inclinaba sobre ella de manera que a<strong>del</strong>antaba hacia nosotros las angulosas<br />

vértebras y el descarnado rostro, al parecer, mirándonos con las vacías<br />

concavidades de sus ojos, mientras sus mandíbulas se separaban un poco<br />

como si fuera a hablarnos.<br />

—¡Por el Cielo! —pude al fin exclamar—. ¿Qué es eso? ¿Y qué son éstas<br />

cosas? —dije a Gagaula, señalando las figuras blancas que rodeaban la mesa.<br />

—¿Y qué es aquello? —preguntó también sir Enrique, indicando el<br />

obscuro cuerpo colocado en el centro de la mesa.<br />

—¡Hi! ¡hi! ¡hi! ¡Ay <strong>del</strong> que entra en la Morada de la Muerte! ¡Hi!¡hi! ¡hi!<br />

¡ah! ¡ah! —exclamó Gagaula entre sus carcajadas.<br />

»Ven, Incubu, el bravo en la batalla, ven y mira al que mataste, —y la<br />

vieja lo cogió de la ropa y, tirando de ella, lo llevó al centro de la mesa adonde<br />

nosotros lo seguimos. Al llegar a su borde se detuvo y tendió su flaco brazo en<br />

dirección de la obscura figura allí sentada. Sir Enrique la miró y dio un paso<br />

atrás lanzando una exclamación; y, ¿cómo no? si aquello no era otra cosa que<br />

el gigantesco cadáver de Twala, <strong>del</strong> último <strong>rey</strong> de los kukuanos, casi desnudo<br />

y con la cabeza, que sir Enrique de un solo tajo derribara, colocada sobre sus<br />

rodillas. Sí, allí con la cabeza sobre las rodillas, y las vértebras una pulgada<br />

fuera de las contraídas carnes de su cuello, aparecía en toda su repugnante<br />

fealdad. Sobre su piel se extendía una película transparente y lustrosa, que le<br />

daba una apariencia aun más repulsiva; en los primeros momentos no supimos<br />

explicárnosla; pero habiendo observado que desde el techo caía al cuello <strong>del</strong><br />

cuerpo una rápida gotera, cuya agua después de bañarlo enteramente se<br />

escapaba por un pequeño agujero abierto en la mesa, comprendimos lo que<br />

era. El cuerpo de Twala se estaba transformando en una estalactita. Una<br />

mirada a las blancas formas que rodeaban la mesa, comprobó esta aserción.<br />

Todas eran o mejor dicho habían sido cuerpos humanos; pero ahora<br />

eran estalactitas. Tal procedimiento, desde tiempo inmemorial, empleaban los<br />

kukuanos para conservar los cadáveres de sus <strong>rey</strong>es. Los petrificaban. No<br />

puedo decir si el método, suponiendo que lo tuvieran, consistía en algo más de<br />

exponerlos años y años bajo la gotera; pero lo cierto es que allí estaban duros<br />

como roca y cubiertos por un barniz de sílice. Nada más espantoso que aquella<br />

reunión de restos de <strong>rey</strong>es, envueltos en una capa blanca cual nieve, a través<br />

de la cual se distinguían confusamente sus facciones, sentados alrededor de la<br />

sombría mesa y presididos por la Muerte en persona. Su número ascendía a<br />

veintisiete y, suponiendo no faltara ninguno, lo que no era probable, porque<br />

varios habrían muerto en las guerras, muy lejos de aquel lugar, y dando por<br />

término medio quince años de reinado a cada uno, resultaba que como mínimo<br />

de tiempo, hacía cuatro siglos se seguía aquella práctica en el país. Pero la<br />

Muerte colosal que ocupaba el puesto de honor era mucho más vieja que eso,<br />

y no creo equivocarme al considerarla obra de la misma mano que contorneó<br />

los «Silencioso». Estaba perfectamente conservada, y como obra de arte era<br />

admirable, tanto en la concepción como en la ejecución. Good, perito en la

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