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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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Los rayos de la casta diosa de la noche se quebraban sobre el hierro de sus<br />

lanzas y resbalando sobre sus facciones, daban a éstas la palidez <strong>del</strong> cadáver;<br />

el desagradable aire que soplaba, agitaba las plumas de sus penachos, los<br />

cuales me recordaban más los tristes ornamentos <strong>del</strong> féretro que las alegres<br />

galas <strong>del</strong> militar. Allí, echados por el suelo, en desorden, con los brazos<br />

extendidos, las piernas encogidas, inmóviles, semejaban un confuso<br />

apiñamiento de cuerpos inanimados y no de seres entregados al descanso.<br />

—¿Cuántos de éstos cree usted vivirán mañana a esta hora? —preguntome<br />

sir Enrique.<br />

Moví la cabeza con desaliento y volví a contemplar a los dormidos<br />

guerreros. Excitada mi imaginación, paréceme reconocer a los que estaban<br />

destinados para enrojecer con su sangre el campo de la contienda, y se me<br />

oprimió el corazón ante el misterio de la vida humana, ante su futilidad y su<br />

amargura. Ahora, esos millares de seres gozan de apacible sueño; mañana<br />

ellos, y con ellos muchos más, quizá nosotros mismos, dormirán para nunca<br />

despertar; ¡cuánta esposa viuda! ¡cuánto niño huérfano! ¡cuánta choza sin<br />

dueño a quien guarecer! Sólo la luna volverá a brillar tranquila, la brisa de la<br />

noche a acariciar las hierbas y el anchuroso mundo a descansar sereno, como<br />

lo hicieron antes de que esos seres existieran, como lo harán después que su<br />

memoria se sepulte en el olvido.<br />

Multitud de reflexiones por el estilo cruzaron por mi mente, pues, a medida<br />

que crezco en años, se va apoderando de mí el detestable hábito de filosofar;<br />

mientras miraba las filas de los guerreros dormidos, según su dicho, sobre las<br />

armas.<br />

—Curtis, aseguro a usted que tengo un miedo de marca mayor.<br />

Sir Enrique se acarició la barba, y se echó a reír.<br />

—Ya antes le he oído hacer la misma confesión.<br />

—Bueno, pero ahora lo digo de veras, porque temo no viva uno solo de<br />

nosotros mañana por la noche. Vamos a ser atacados por fuerzas mucho<br />

mayores que las nuestras, y dudo podamos sostener la posición.<br />

—De todos modos, daremos buena cuenta de algunos de ellos. Atendedme,<br />

Quatermain, el embrollo es bien enmarañado y, hablando juiciosamente, cosa<br />

en la que no debíamos mezclarnos; pero ya estamos aquí, y no tenemos más<br />

remedio que sacar el mejor partido de él. Por mi parte, prefiero morir<br />

matando, a morir de otra manera y, ahora que casi no tengo esperanza de<br />

encontrar a mi pobre hermano, la idea se me hace mucho menos desagradable.<br />

Sin embargo, la fortuna favorece a los valientes, y tal vez podamos vencer. En<br />

uno u otro caso, la carnicería será espantosa, y como debemos velar por<br />

nuestra reputación, preciso es que nos vean en los sitios de mayor peligro, allí<br />

en donde la lucha sea más obstinada y sangrienta.<br />

Sir Enrique pronunció estas últimas palabras como con pesaroso acento;<br />

pero el fuego de sus ojos desmentía su entonación. A mi parecer, sir Enrique<br />

Curtis, en la actualidad, estaba dominado por los más belicosos deseos.<br />

Enseguida nos recogimos y dormimos un par de horas.

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