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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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¿Cómo se ponía el mecanismo en movimiento? ninguno de nosotros lo<br />

pudo averiguar; Gagaula tuvo especial cuidado en evitar que lo<br />

descubriéramos; pero tengo por seguro que había allí una sencilla palanca, que<br />

movía apretando en algún punto secreto y, aumentando el peso <strong>del</strong> oculto<br />

contrapeso, determinaba la caída de éste, y por consiguiente la suspensión de<br />

aquella enorme masa. Lenta y suavemente continuó ascendiendo aquel trozo<br />

de roca, hasta que al fin desapareció por completo, dejando un obscuro hueco<br />

en el lugar que había ocupado.<br />

Nuestra excitación, al encontrarnos con el paso franco a la cámara <strong>del</strong><br />

tesoro de Salomón, fue tan intensa, que por mi parte comencé a temblar.<br />

¿Sería, después de todo, la historia de los diamantes una pura fábula, o el<br />

antiguo da Silvestre decía la verdad? y ¿estaban aún amontonadas en ese<br />

obscuro sitio aquellas incalculables riquezas, riquezas que nos convertirían en<br />

los hombres más acaudalados de la tierra? En uno o dos minutos lo íbamos a<br />

saber.<br />

—Seguidme, hombres blancos de las estrellas —dijo Gagaula,<br />

internándose en el pasadizo y deteniéndose cerca de la entrada— pero oíd<br />

antes a vuestra criada, a Gagaula la vieja. <strong>Las</strong> piedras relucientes, que vais a<br />

ver, fueron extraídas <strong>del</strong> pozo a cuyo borde velan los «Silenciosos», y<br />

guardadas aquí, en otros tiempos y por otros hombres que jamás he podido<br />

conocer. Desde que aquellos, después de atesorarlas, las abandonaron en su<br />

precipitada fuga, una vez y no más, el pie humano ha hollado este lugar. La<br />

noticia <strong>del</strong> tesoro se esparció en el pueblo, y la tradición la ha traído hasta<br />

nuestros días; mas nadie supo dónde se encontraba, ni el secreto de la puerta<br />

que lo guarda. Sin embargo, un hombre blanco, cruzando las nevadas<br />

montañas, vino al país, ¡tal vez también «de las estrellas»! y el Rey, a la sazón<br />

nuestro señor, el que se sienta allí (señalando al quinto en la mesa de los<br />

muertos), lo recibió con hospitalidad. A poco el hombre acompañado por una<br />

mujer de nuestra raza vino a este sitio, y la mujer, por casualidad, descubrió el<br />

secreto de la puerta, secreto que vosotros no podréis encontrar aunque lo<br />

busquéis mil años: conocido el camino, ambos lo recorrieron, hallaron las<br />

piedras, y el primero llenó con ellas un saco de cuero de cabrito en el que la<br />

segunda llevaba sus provisiones. Cuando se disponía a salir de la cámara,<br />

cogió una piedra más, una muy hermosa y la retuvo en su mano.<br />

Al llegar a este punto de su relación, Gagaula hizo una pausa, y yo<br />

arrastrado por el interés que me dominaba, lo pregunté:<br />

—Y bien, ¿qué aconteció entonces a da Silvestre?<br />

La repugnante vejancona se inmutó al oírme pronunciar este apellido.<br />

—¿Cómo sabes tú el nombre <strong>del</strong> que murió? preguntome vivamente, y, sin<br />

esperar contestación, prosiguió:<br />

—Nadie puede decir lo que le pasó; el resultado fue que el hombre blanco,<br />

atemorizado, dejó caer el saco en el suelo y huyó precipitadamente, con la que<br />

tenía en su mano; el Rey después se la quitó y esa piedra es la misma que tú,<br />

Macumazahn, arrancaste de la frente de Twala.

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