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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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guardaba y la miró con avidez; pero sir Enrique se la quitó enseguida, porque<br />

aquel fuerte licor sólo hubiera precipitado el fin.<br />

—Si no encontramos agua, pereceremos —dijo.<br />

—Si no nos engaña el mapa <strong>del</strong> viejo fidalgo, debe haberla en estas<br />

cercanías —observó; pero ningún efecto produjeron mis palabras, era muy<br />

poca o ninguna la fe que nos inspiraba la veracidad de aquel itinerario. La luz<br />

continuaba aumentando gradualmente; y, mientras nosotros sentados y pálidos<br />

nos mirábamos en silencio, observó al hotentote Ventvögel, quien poniéndose<br />

de pie empezó a andar con los ojos clavados en el suelo y de repente, se<br />

detuvo, lanzando una exclamación gutural, al mismo tiempo que señalaba a la<br />

tierra.<br />

—¿Qué pasa? —exclamamos todos, levantándonos simultáneamente y<br />

dirigiéndonos apresuradamente hacia él, que inmóvil continuaba con su brazo<br />

y dedo apuntando al mismo lugar.<br />

—Bueno, es una pequeña mancha de grama bastante fresca, y ¿qué hay<br />

con eso? —pregunté yo.<br />

—La grama no crece lejos <strong>del</strong> agua —me contestó en holandés.<br />

—Tienes razón, lo había olvidado: y bendito sea Dios que así lo dispuso.<br />

Este pequeño descubrimiento nos dio nueva vida: maravilloso es como, en<br />

una situación desesperada, se agarra uno a la más débil esperanza y se reanima<br />

y tranquiliza con ella. Cuando las tinieblas nos rodean, un rayo de luz, por<br />

insignificante que sea, alienta a nuestro espíritu y nos anima a marchar.<br />

Entretanto Ventvögel, levantando su grande y achatada nariz, giraba<br />

lentamente sobre sí mismo, y, semejante a un perro que olfatea por la perdida<br />

pista, aspiraba con todos sus pulmones aquel aire caliente. De pronto dijo:<br />

—Huelo agua.<br />

Al oírle, nuestro júbilo fue grande, porque todos sabíamos que estos<br />

salvajes poseen un finísimo olfato.<br />

En este instante, el sol, surgiendo radiante <strong>del</strong> horizonte, hizo aparecer ante<br />

nosotros un paisaje tan majestuoso que, atónitos en su contemplación,<br />

olvidamos por algunos minutos los tormentos de nuestra sed.<br />

Enfrente, y como a cuarenta o cincuenta millas erguíanse soberbios los<br />

pechos <strong>del</strong> Sheba, que, semejantes a dos inmensos conos de bruñida plata,<br />

reflejaban con vivísimo fulgor los tempranos rayos <strong>del</strong> naciente astro;<br />

mientras que por cada uno de sus lados y maciza cual colosal muralla, iba a<br />

perderse en el horizonte la elevada cordillera de Sulimán. Hoy que tranquilo y<br />

con la memoria llena por su recuerdo, trato de describir la grandiosa belleza<br />

de aquel espectáculo, fáltanme palabras para el concepto y conceptos para su<br />

sublimidad. Allá, en los lindes <strong>del</strong> desierto, precisamente ante nosotros,<br />

alzábanse, cual vigilantes atalayas, dos enormes montañas, que seguro estoy<br />

no tienen otra parecida en toda el África, ni en el mundo entero; medían unos<br />

quince mil pies de altura y separábalas un espacio de unas doce millas, en el<br />

centro <strong>del</strong> cual se unían sus encrespadas laderas. Desde el lugar en que nos<br />

encotrábamos, las veíamos elevarse airosas de la llanura, suaves y redondas

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