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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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—¿Ha entrado alguien más aquí? —pregunté asomándome al obscuro<br />

pasillo.<br />

—No, mis señores, el secreto de la puerta ha pasado, con la mayor reserva,<br />

de <strong>rey</strong> a <strong>rey</strong>, quienes la han abierto, sin cruzar jamás sus umbrales; porque una<br />

profecía dice, que los que penetren en este lugar morirán en el plazo de una<br />

luna; como murió el hombre blanco, allá en la cueva, entre la nieve de la<br />

montaña, donde vosotros, Macumazahn, lo habéis encontrado. ¡Ah! ¡ah! mis<br />

palabras no son engañosas.<br />

Al proferir la última exclamación, mis ojos tropezaron con los suyos y su<br />

mirada me causó escalofríos e indefinible malestar. ¿Cómo la maldita vieja<br />

había sabido lo que decía?<br />

—Pasad, mis señores. El saco lleno de piedras, que veréis en el suelo, os<br />

dirá si miento; y si también es cierto, que el que traspasa este dintel, camina a<br />

su muerte, más tarde lo sabréis, —y con tres «¡ah! ¡ah! ¡ah!» de mal agüero,<br />

apoyada en su bastón y llevando la luz, desapareció en el sombrío pasillo;<br />

pero confieso ingenuamente que por una vez más vacilé en seguirla.<br />

—¡Con mil legiones de diablos, a<strong>del</strong>ante! —exclamó Good— no crea esa<br />

bruja <strong>del</strong> infierno que logra asustarme, y seguido de Foulata, que el terror<br />

hacía temblar, entró a su vez tras Gagaula, ejemplo que seguimos sin tardanza.<br />

A pocas varas de la entrada, Gagaula se había detenido, y al alcanzarla nos<br />

dijo levantando su lámpara:<br />

—Según podéis ver, mis señores, los que pusieron sus tesoros aquí trataron<br />

de preservarlos contra cualquiera que descubriese el secreto de la puerta; pero<br />

parece que en su precipitada fuga les faltó tiempo para terminar la obra; —y al<br />

decir esto nos indicó unos sillares que cerraban el camino, formando un muro<br />

de dos a tres pies de altura. A los lados se encontraban otros idénticos,<br />

convenientemente dispuestos para la continuación <strong>del</strong> trabajo y, lo más<br />

curioso de todo, una buena cantidad de mortero y dos llanas, que en cuanto<br />

permitió lo corto de nuestro examen, nos parecieron de igual forma y hechura<br />

a las usadas por los albañiles de la actualidad.<br />

En este sitio la amedrentada Foulata, cuyo temor en nada había<br />

disminuido, nos dijo que sus temblorosas piernas se negaban a sostenerla y<br />

por lo tanto esperaría en él nuestro regreso. En efecto, la sentamos sobre el no<br />

concluido muro, a fin de que se recobrara, y, dejando la cesta con las<br />

provisiones a su lado, unos quince pasos más nos llevaron junto a una puerta<br />

de madera, esmeradamente pintada. Estaba abierta de par en par. El último<br />

que estuvo en aquel lugar, fuera quien fuese, o no tuvo tiempo para cerrarla o<br />

se olvidó de hacerlo.<br />

Pasado el umbral veíase por tierra a un saco de cuero, hecho con la piel de<br />

un cabrito, y, al parecer, lleno de piedras.<br />

—¡Hi! ¡hi! hombres blancos —profirió Gagaula al iluminarlo los rayos de<br />

su lámpara. ¿No os dije que el hombre blanco que estuvo aquí, huyó<br />

apresuradamente, tirando al suelo el saco de la mujer? Pues bien ¡vedlo ahí!

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