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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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Capítulo XVI<br />

La morada de la muerte<br />

Tres días después de la escena descrita en el capítulo anterior,<br />

acampábamos ya entrada la noche, en varias chozas situadas a la base de las<br />

«Tres Brujas», nombre nativo de los tres picos, que marcaban el término <strong>del</strong><br />

camino de Salomón. Componíase nuestra partida de nosotros tres y Foulata,<br />

que continuaba en nuestro servicio (especialmente en el de Good), Infadús,<br />

Gagaula, a quien se traía en una litera y no cesaba de murmurar y maldecir,<br />

varios criados y una escolta. <strong>Las</strong> montañas, o mejor dicho, los tres picachos de<br />

las montañas, porque la masa entera se había evidentemente formado por un<br />

aislado levantamiento <strong>del</strong> terreno, estaban dispuestos, según antes dije, como<br />

vértices de un triángulo que volviese la base hacia nosotros; esto es un pico a<br />

la derecha, otro a la izquierda y el tercero en el centro a nuestro mismo frente.<br />

Nunca podré olvidar la vista que, a la temprana luz de la siguiente mañana,<br />

presentaron a nuestros ojos. Alto, muy alto, por encima de nuestras cabezas,<br />

perdíanse sus agudas cimas vestidas de nieve, cual retorcidas agujas de plata,<br />

en la inmensidad azul <strong>del</strong> espacio. Por debajo de la nieve, el brezo de los<br />

páramos las ataviaba con mano de púrpura y subiendo por sus laderas<br />

destacábase, a manera de blanca cinta, el camino de Salomón, en derechura<br />

hacía la base <strong>del</strong> pico central en donde moría.<br />

No quiero relatar nuestras impresiones durante la ascensión, emprendida<br />

aquella misma mañana: la imaginación de mis lectores las concebirá mejor<br />

que yo puedo describirlas. Al cabo nos aproximábamos a las maravillosas<br />

<strong>minas</strong>, causa de la muerte <strong>del</strong> antiguo fidalgo portugués, de la de mi pobre<br />

amigo su infortunado descendiente, y también, según temíamos, de la de Jorge<br />

Curtis, el hermano de sir Enrique. ¿Estábamos predestinados, después de<br />

tantos obstáculos vencidos, a no tener suerte mejor? La desgracia cayó sobre<br />

ellos, como decía la endemoniada vieja Gagaula, y ¿caería sobre nosotros<br />

también? En el fondo, la verdad es que, a medida que recorríamos aquel<br />

último trozo <strong>del</strong> magnífico camino, un temor supersticioso avasallaba mi<br />

ánimo, y, a mi parecer, inquietaba no menos a sir Enrique y a Good.<br />

Durante hora y media o más, impedidos por nuestra excitación, caminamos<br />

tan deprisa que los conductores de la litera de Gagaula no podían seguirnos el<br />

paso, y ésta hubo de gritarnos que la esperáramos.<br />

—Más despacio, más despacio, hombres blancos —dijo sacando por entre<br />

las cortinas su horrible y repugnante cabeza y clavando sus vivaces ojos en<br />

nosotros— ¿por qué corréis al encuentro de vuestro mal, vosotros, los<br />

buscadores de tesoros? —y lanzó una siniestra carcajada, que me produjo un<br />

escalofrío y amortiguó nuestro entusiasmo.<br />

No obstante, seguimos avanzando hasta que llegamos al borde de una vasta<br />

excavación circular de inclinadas paredes, con trescientos pies de profundidad

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