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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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dejaste te dan por muerto»; pero tal vez no suceden estas cosas en las estrellas.<br />

En donde los hombres son blancos, ¿qué se debe extrañar? ¡En fin! Nuestras<br />

jóvenes, no han de suplicaros. Bienvenido seáis, —repito de nuevo—; y<br />

bienvenido seas también tú, el negro; si hubiera oído a Gagaula, estarías ahora<br />

rígido y yerto. No ha sido mala suerte para ti el haber bajado también de las<br />

estrellas. ¡Ah! ¡ah!<br />

Ignosi contestó con firme y tranquilo acento.<br />

—Yo puedo matarte antes que tú me mates a mí ¡oh <strong>rey</strong>! y tus piernas<br />

estarán yertas y rígidas antes que las mías cesen de doblarse.<br />

—Tus palabras son muy osadas —replicó con cólera— no confíes<br />

demasiado.<br />

—Bien sienta la osadía en los labios <strong>del</strong> que dice la verdad. La verdad es<br />

aguzada, azagaya que vuela y hiere en el blanco sin jamás fallar. Es un<br />

mensaje de las «estrellas» ¡oh <strong>rey</strong>! —Twala frunció el ceño y su ojo brilló con<br />

fiereza; pero no dijo una palabra más.<br />

—Dad principio a la danza —gritó.<br />

Inmediatamente las jóvenes, moviendo con inimitable gracia las adornadas<br />

cabezas, avanzaron, por compañías, hacia el centro, ágiles, encantadoras,<br />

entonando dulce, cadencioso canto y balanceando las flexibles palmas y los<br />

olorosos lirios. Enseguida, y sin detenerse, agrupáronse en pintorescos<br />

cuadros, ya valsando ligeras, ya cayéndose unas sobre otras en simulado<br />

combate, ora apretándose como las flores de un ramo, ora dispersándose, cual<br />

asustadas mariposas; obedientes al ritmo, en fantástica confusión, que la suave<br />

luz de la naciente luna, embelleciendo más, revelaba a nuestra <strong>del</strong>eitada vista.<br />

Terminadas las figuras, volvieron a reunirse en compañías y retrocedieron a<br />

sus puestos; pero saltando de las tentadoras filas y apenas tocando el suelo en<br />

sus veloces y acompasados pasos, se acercó a nosotros una joven preciosa,<br />

que, semejante a vaporosa hada, bailó a nuestra presencia con tal destreza y<br />

donaire tal, que hubiera traído a las mejillas de casi todas nuestras bailarinas el<br />

rubor de la vergüenza y de la envidia. Rendida al fin por el cansancio, se<br />

retiró; otra, vino a ocupar su puesto, y así se sucedieron varias; mas ninguna,<br />

por su gracia, por su habilidad y personales atractivos, pudo rivalizar con la<br />

primera.<br />

Cuando todas las jóvenes elegidas terminaron los solos, el <strong>rey</strong> alzó su<br />

diestra, y nos preguntó:<br />

—¿Cuál, entre todas, hombres blancos, creéis la más bella?<br />

—La primera —contesté inmediatamente, arrepintiéndome acto continuo,<br />

al recordar que la de mayor hermosura iba a ser sacrificada.<br />

—Entonces tenemos gustos iguales e iguales ojos. Es la más linda de<br />

todas; triste cosa para ella, porque es preciso que muera.<br />

—¡Ay! ¡es preciso que muera! —repitió con chillona voz Gagaula,<br />

envolviendo en una mirada a la pobre muchacha, quien, ignorante de la<br />

espantosa sentencia que pesaba sobre ella, se entretenía al frente de un grupo

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