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Henry Rider Haggard-Las minas del rey salomón

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propia persona, arrastrado por el impulso de su acometida. Antes de que<br />

pudiera levantarse lo hacía yo, apaciguándolo por la espalda con mi revólver.<br />

Casi a raíz de este lance, alguien me hizo morder el polvo y no recuerdo<br />

más <strong>del</strong> conflicto.<br />

Cuando volví en mí, me encontré al lado <strong>del</strong> cono que antes cité, y vi a<br />

Good de rodillas a mi lado con una calabaza media de agua en las manos.<br />

—¿Cómo se siente usted, viejo camarada? —me preguntó ansiosamente.<br />

Me puse de pie y moví todos mis miembros antes de contestar.<br />

—Muy bien gracias.<br />

—¡Gracias a Dios! cuando vi como lo traían se me heló el corazón; creí me<br />

lo habían despachado.<br />

—No por ahora, muchacho. Supongo todo ha sido un golpe en la cabeza,<br />

que me puso fuera de combate. Y ¿el enemigo?<br />

—Ha sido rechazado en toda la línea; pero las bajas son enormes; nosotros<br />

contamos dos mil entre muertos y heridos, y las de los contrarios no deben<br />

bajar de tres mil. Mirad, ahí tenéis un triste espectáculo, —y señaló al<br />

interminable convoy de heridos que avanzaba hacia nosotros, al lugar en<br />

donde se había improvisado el hospital de sangre.<br />

Cada infeliz era conducido por cuatro hombres en un coy de cuero, con los<br />

que están bien provistos las fuerzas kukuanas; y tan pronto como llegaban,<br />

iban dejando sus malheridas cargas en manos de los físicos, que numeraban a<br />

diez por regimiento. Estos se posesionaban inmediatamente de los pacientes,<br />

examinaban sus heridas y si no eran mortales, los atendían con todo el esmero<br />

que las circunstancias permitían; pero si el estado <strong>del</strong> herido no daba<br />

esperanza de salvación, hacían una cosa horrible, e indudablemente una<br />

verdadera obra de misericordia. Uno de los cirujanos, so pretexto de<br />

reconocimiento, rápida y cautelosamente abría con afilada lanceta una arteria<br />

al enfermo, quien, uno o dos minutos después, espiraba tranquilamente.<br />

Muchas veces se practicó dicha operación en aquel día, y por lo general, con<br />

la mayor parte de los que habían sido heridos en el cuerpo, pues el destrozo<br />

producido en las carnes por la anchísima moharra de las lanzas kukuanas, no<br />

dejaba esperanza de restablecimiento. Casi siempre los desahuciados estaban<br />

ya sin sentido, y cuando no, el lancetazo de gracia se daba con tan veloz y<br />

hábil mano, que pasaba desapercibido para el que lo recibía. El espectáculo,<br />

no obstante su filantropía, era en extremo repugnante y uno que nos<br />

apresuramos a evitar: en verdad, no recuerdo cosa alguna que me haya<br />

conmovido tanto como el ver a aquellos valientes terminar así, por la<br />

ensangrentada cuchilla de los médicos, sus insufribles dolores; a no ser en otra<br />

ocasión, cuando después de un combate vi a unos guerreros swazis enterrando<br />

vivos a sus heridos de muerte.<br />

Huyendo vista tan desagradable, nos encaminamos al lado <strong>del</strong> cuartel<br />

general más lejano de allí, y nos encontramos con sir Enrique, quien aún<br />

estaba armado con su hacha de combate, tinta en sangre, Ignosi, Infadús y uno<br />

o dos jefes reunidos en consejo.

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